A pocos metros de mi casa acaban de inaugurar una nueva parroquia dedicada a Santa Teresa de Jesús. En el frontis de la iglesia hay tres estatuas. La del centro es un enorme Cristo que parece alejarse de la pared por la fuerza de la resurrección. La de la izquierda representa a la santa andariega que da nombre a la parroquia. La de la derecha es María. No sabría decir si me gusta o no. Pero hay un detalle que me parece logrado y que es, en sí mismo, una propuesta evangelizadora. María, en camino, señala con su brazo derecho a Jesús. No es necesario añadir más. Ella es la que, en la encrucijada de caminos que nos toca vivir hoy, nos señala con claridad quién es y dónde vive Jesús. Pero no sólo. Ella es mucho más que una guía turística en este inmenso parque de las religiones. Señala y engendra a Jesús. María es, como cantamos a menudo, “estrella y camino”, pero también, y sobre todo, “madre de los creyentes”.
Los niños pequeños necesitan una madre, alguien que los vaya introduciendo en la vida paso a paso. La madre es para ellos fuente, seguridad, refugio, estímulo, referencia permanente. En la madre encuentra el niño el mundo en miniatura. Teniendo a su madre, el niño lo tiene todo. Los adolescentes y los jóvenes suelen marcar distancias. Necesitan huir de la madre para estrenar la vida de otro modo, para aprender a ser autónomos. Se embalan en otros mundos. Los adultos, cuando son lo bastante libres como para liberar la inocencia que llevan dentro sin temor a ser tachados de infantiles, descubren otra vez lo que significa una madre.
Creo que una buena parte de nuestro cristianismo europeo se encuentra en la fase de la adolescencia y de la juventud. Considera que la fe cristiana, y de una manera particular María, ha sido la madre de la infancia, pero no sabe cómo encajarla en la etapa de la adultez. ?Qué sentido tiene, en plena madurez, servirse de esta figura para expresar la fe? Lo que importa es hablar de desafíos y de opciones, presentar la fe como una manera de situarse en el mundo, propiciar plataformas de diálogo, asumir los riesgos de una apuesta contracultural. Quienes así hablan no siempre perciben que, a base de alejarse de las relaciones personales que hacen de la fe una vida, acaban convirtiendo la fe en pura ideología. Y, mientras no se diga lo contrario, las ideologías no tienen madre y no engendran ninguna vida verdaderamente humana. Y, lo que es más grave, no nos ofrecen la gracia que necesitamos para ser felices.
Estoy convencido de que la aventura de la fe de muchos europeos que se han alejado de ella o que nunca la han vivido está ligada al descubrimiento de María. Ella será la madre de la “segunda búsqueda”, la que nos permitirá descubrir una fe personal, cálida, capaz de proporcionar, no sólo claves para entender el mundo, sino, sobre todo, energía para vivir desde la experiencia de la gracia de Dios. Ella, la “llena de gracia”, la peregrina de la fe, nos irá acompañando en un nuevo itinerario de búsqueda de Dios. Sueño con el día en que la pastoral de la infancia y de la juventud ayude a los niños y jóvenes a relacionarse con María desde el corazón en todas las circunstancias de la vida. Creo posible que muchos adultos insatisfechos, heridos por mil aventuras intelectuales y afectivas, tengan el coraje suficiente para descubrir que María no es el eterno mito femenino que la Iglesia ha explotado astutamente durante siglos, sacando partido de un arquetipo universal, sino que es una persona que ejerce en nosotros una maternidad espiritual.
En esta aventura de la fe, me parece imprescindible hacer una evangelización cada vez más mariana, porque eso significará poner las bases para que nazca Jesús en los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La apertura al Espíritu que inunda todo y la relación personal con María son las dos condiciones imprescindibles para que brote la fe. Hoy como ayer, Dios se hace carne “por obra del Espíritu Santo y de María virgen”. Estoy convencido de que cada vez más hombres y mujeres, especialmente los que han recibido el encargo de anunciar la fe, entenderán que estas palabras no son un galimatías, sino un camino de fe.
No es fácil probar estas afirmaciones. Quizá ni siquiera es posible. Pero hay algo que un observador sereno puede percibir: las personas que viven su fe con hondura son personas profundamente marianas. Para ellas, María es la madre que les regala a Jesús, que les permite vivir la fe como una relación personal, que les ayuda a descubrir en la trama de la vida ordinaria el misterio de Dios “hecho carne”, no simplemente hecho pregunta, hipótesis o sueño. Sin María, el cristianismo pasa a engrosar la lista de ideologías que se venden en el supermercado de las ideas. Sin María, el cristianismo pierde su sello maternal y se convierte en un conjunto de fríos e insignificantes dogmas que parecen infinitamente distantes de la cultura secular que hemos ido construyendo en los últimos siglos.
No me extraña nada que los santuarios marianos congreguen a tanta gente en todos los rincones del mundo, desde Luján (en Argentina) hasta Czestochowa (en Polonia) pasando por Fátima (Portugal) y Lourdes (Francia). Pero no hay que irse tan lejos. En la parroquia que está a unos metros de mi casa, una sencilla estatua de madera me está recordando una verdad como un templo. Algún día se me regalará la inocencia suficiente para aceptarla.