La familia está siempre en el candelero. Hoy se habla a menudo de «nuevas formas» de unidad familiar: familias monoparentales, familias formadas por hijos de anteriores matrimonios de los padres.
Junto a las muchas preguntas nuevas sigue sonando la melodía de la familia tradicional: padres unidos, hijos que comparten los valores recibidos en casa, ambiente saludable, etc.
Las encuestas muestran que los jóvenes siguen valorando mucho la familia como institución. Esto no significa, sin embargo, que sean partidarios entusiastas del modelo tradicional o que compartan lo que la Iglesia suele presentar como «valores familiares». Sintonizan con la música, pero no comparten la letra.
Muchos padres aceptan de buen grado que sus hijos permanezcan en el hogar hasta los treinta años. Confiesan que desean su rápida emancipación, pero saben muy bien que ésta resulta a menudo difícil por razones laborales y económicas. Y aceptan que las cosas sean así. El sufrimiento no proviene de la convivencia prolongada, que suele transcurrir por cauces de mutuo respeto y tolerancia, sino de la dificultad para transmitir algunos valores que los padres consideran esenciales: en particular, los valores morales y religiosos.
Hay padres que se desahogan así: «Mi hijo es bueno, pero se ha ido a vivir con su novia sin haber contraído matrimonio». O más frecuentemente todavía: «No hay manera de que nuestros hijos pisen la iglesia. Dicen que ya oyeron suficientes misas en el colegio». Los padres, que han sido capaces de satisfacer casi todas las necesidades de sus hijos (comida, ropa, colegio, entretenimiento), se sienten frustrados al comprobar que, en algunos aspectos, no pueden conseguir lo que desean. Es la experiencia de los «hijos difíciles». La dificultad no nace de ninguna enfermedad física, ni siquiera de un carácter rebelde o levantisco, sino de algo más suave y más indescifrable: la desconexión en el mundo de los valores.
María contempla a estos padres de hoy y los comprende por dentro. Ella sabe por experiencia lo qué es tener un «hijo difícil». Jesús no responde al ideal burgués de hijo dócil, tierno, sumiso, atento siempre a cumplir las expectativas de sus padres. Es verdad que el evangelista Lucas afirma que «vivía sujeto a ellos» (Le 2,51), pero esta sujeción no estuvo exenta de sobresaltos. A los doce años se hace patente su carácter insumiso: «El niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres» (Le 2,43). Al comienzo de su actividad como predicador ambulante, sus familiares no entienden el sentido de su misión «y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: ‘Está loco’» (Me 3,21). Incluso cuando su madre y los más allegados lo buscan, él responde de una manera desconcertante: «¿Quién es mi madre y mis hermanos? … Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Me 3,31-35).
En María descubrimos las actitudes de una madre ante un «hijo difícil». La primera es la búsqueda, no exenta de un discreto reproche: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Le 2,48). María no permanece pasiva. Busca y expresa sus sentimientos. Quizá muchos padres de hoy han renunciado ya a la búsqueda y a expresar lo que realmente piensan por temor a perder el cariño de los hijos. No caen en la cuenta de que sus hijos necesitan oír mensajes esenciales, aunque no los comprendan, o no les gusten, o no los compartan. Hay un enorme déficit de escucha profunda en las jóvenes generaciones.
María no comprende la misteriosa respuesta de Jesús. Por eso, calla y espera. He aquí la segunda actitud: «Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en el corazón» (Le 2,51). Hay un tiempo de hablar. Los padres no pueden renunciar a decir a sus hijos lo que consideran justo y bueno, aunque esto merme la «tranquilidad» hogareña. Pero hay también un tiempo de callar. La mucha insistencia provoca reacciones alérgicas. Algunos de los alejados de la iglesia son hijos de padres religiosos obsesivos. Hay silencios pedagógicos que indican paciencia, que dejan que la semilla crezca por sí sola, que respetan los tiempos de las personas y los tiempos de Dios. Parecen tiempos perdidos y, sin embargo, en los plazos largos de una vida, esos silencios permiten a menudo que los hijos redescubran de otra manera lo que sus padres quieren transmitirles.
En todos los tiempos, María está ahí. Tercera e imprescindible actitud: la presencia discreta y cercana. Quien mejor lo ha expresado es el evangelista Juan. María está en la primera hora de Jesus (el signo de Cana) y en la última hora (la muerte en la cruz). Hay padres que viven esta presencia con un gran sentido de desprendimiento personal: acompañan a sus hijos cuando contraen matrimonio civil, aunque hubieran deseado que celebraran el sacramento; los acogen en momentos de separación o de divorcio; tienen siempre las puertas del corazón y de su casa abiertas.
Y cuando las puertas están abiertas, siempre es posible que alguien entre y se quede.
Jesús fue «difícil» de una manera muy distinta a como lo son muchos hijos de hoy. Su «dificultad» nacía de una experiencia que tiene muy poco con ver con las experiencias de los jóvenes de hoy. Y, sin embargo, las actitudes de María (y de José) son luces de esperanza para los padres y madres que tienen hijos difíciles y que a menudo se hunden en la frustración y la tristeza.