Madre dolorosa

Encuentro en el templo

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.El templo de Jerusalén atraía el cora­zón del pueblo judío. Cualquier tiempo era propicio para acudir al encuentro con Dios, habitante del templo. Moisés había mandado que toda mujer judía, que hubiera dado a luz, acudiera al templo cuarenta días después del parto (Lv 5,7; 12,8). Allí se purificaría y con­fesaría a Dios como único Señor de la vida.

Una familia, censada en Nazaret, su­bió al templo. Se llamaban José, María y Jesús. El día era espléndido. Había llegado la estación de los cánticos. Los campos galileos se vestían de fiesta. Por doquier se oía el zureo de la tórto­la. Las vides exhalaban sus perfumes. Las praderas, cubiertas de rebaños, eran una sinfonía de colores. Algo de esa oculta belleza primaveral orlaba el semblante de la familia procedente de Nazaret.

Dos ancianos recibieron a la familia en el atrio del templo. Daban la impre­sión de que el templo era su propia mo­rada. Se llamaban Ana y Simeón, res­pectivamente. Tan sólo el recuerdo vin­culaba a los dos con el pasado y la es­peranza les mantenía vivos. Sus nom­bres eran una síntesis profética. Simeón significa «Dios-ha-escuchado» y Ana, -Pevotitz». Simeón esperaba -el consuelo de Israel", como algún profeta del pa­sado (cf. Is 40,1ss.). Ana, por su parte, «no se apartaba del templo sirviendo a Dios noche y día" (Le 2,37).

Simeón, en cuanto vio al niño, entonó una bella canción de despedida. He aquí su letra: -Abote, Señor, según tu prome­sa, / puedes dejar a tu siervo irse en paz, / porque mis ojos han visto a tu Salva­dar … » (Le 2,29-30s). Como su nombre auguraba. Dios había colmado la es­peranza de Simeón. Había acogido su sú­plica y le había dado el consuelo espera­do. La profetisa Ana hablaba incesante­mente del Niño "a todos los que aguar­daban la liberación de Israel» (Lc 2, 38). El Niño atraía la mirada de todos.

Preguntas en el templo

Simeón y Ana dijeron verdaderas ma­ravillas del Niño. José y María estaban admirados o sobrecogidos (cf. Lc 2,33). ¡Era tan bello, y a la vez enigmático, lo que oían … ! Las palabras del anciano ¿eran acaso un oráculo? José y María no entendieron. Estaban admirados. Si­meón dijo a la madre: "Éste ha sido puesto para que en Israel caigan y se le­vanten, y será como un signo de con­tradicción, -y a ti una espada te traspa­sará el alma- para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2,34b-35).

María se preguntó: ¿A qué se refiere el anciano cuando habla de caer y de le­vantarse? ¿Mi pequeño será algún día sig­no de contradicción? ¿A qué contradic­ción alude Simeón? ¿Que una espada me atravesará el alma con lo feliz que soy con mi niño? ¿De qué espada habla Si­meón? ¿Qué significa que los pensamien­tos se manifestarán? Eran demasiadas las preguntas formuladas en poco tiempo. Éstos y otros interrogantes turbaron a María en lo más hondo de su ser.

La vida transcurría lenta y serena­mente en el hogar de Nazaret. María volvía una y otra vez a lo que le dijo Si­meón en el templo. Ella, que guardaba en su corazón (cf. Le 2,51) cuanto se re­fería a su hijo y aun a los antiguos pro­fetas, fue comprendiendo poco a poco lo que no entendió en el Templo.

En busca de respuestas

Así, con el paso del tiempo, entendió que su Hijo es «signo de contradicción" También el profeta Isaías anunció que él y sus hijos serían un signo para el rey Ajaz: "Yo con mis hijos, los que me dio el Señor, seremos signos y presagios pa­ra Israel" (Is 8,lss). El signo exige ser descifrado. En tiempos pasados, María jamás hubiera pensado que su Hijo sería signo de contradicción. Ahora ya no le extraña. En cierta ocasión dijo el Señor: ,,¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? No, sino la división" (Le 12,52). ¡Lo experimentaron tantas familias … ! Los padres se pusieron contra los hijos; los hijos, contra, los padres; la nuera, contra la suegra … (cf. Le 12,53). El Señor era el causante de todo. Aquellos que creían en el Señor, hallaban oposición dentro de la propia familia. El Señor era y es el causante de la división.

El anciano Simeón no habló de un caer o de levantarse en sentido normal, sino de la caída fatal en lo hondo de la fosa y de levantarse el día postrero. Tras la muerte de su Hijo, después de que és­te bebiera el cáliz de la muerte, María comprendió que la respuesta atinada re­mitía a la caída fatal y al resurgir a la Vida.

María fue experimentando cómo la espada de dolor llegaba al hondón del alma. Eran incontables las veces que se había preguntado: ¿Qué significado tie­ne la espada? Llegó el día en el que se percató de la relación existente entre la espada y su hijo. Ciertamente que fue doloroso lo que le dijo Simeón aquel día lejano: La relación existente entre la espada y Jesús. Para María era un gran enigma, cuyo alcance fue descubriendo con el paso del tiempo.

¿Es María la "Madre Dolorosa" o -Vir­gen Dolorosa»? Ciertamente, pero Lucas no piensa en María al pie de la cruz, donde moría su Hijo (cf. Jn 19,25-27). El tercer evangelista desconoce la escena de María al pie de la cruz con un grupo de las mujeres que siguieron a

Jesús desde Galilea y le sirvieron (cf. Le 23,49 -55; 24,10). La espada anunciada a Ma­ría ha de relacionarse inevitablemente con Jesús, como ya hizo Simeón hace tantos años.

María había leído cómo algún profe­ta expresaba su deseo de que "la espa­da recorriese el país, y exterminase así a hombres y animales … » (Ez 16,14-17).

Es una espada que separa o divide: el pelo o la barba (cf. Ez. 6,8-9) sea para la perdición o para la salvación.

La espada que traspasa a María tiene que ver con la obediencia a la Palabra de Dios. Está por encima de los lazos fami­liares. Así es cómo se hace patente tanto el rechazo como la adhesión al plan de Dios, realizado en su Mesías. María y to­do su pueblo pueden tomar postura a fa­vor o en contra del Mesías. Así es como se desvelan los "pensamientos de muchos corazones" (Lc 2,35).

El evangelista Lucas, al hablar de la espada, no pensaba en que alguien in­terpretara torticeramente el hecho de la virginidad de María. Éste y otros signifi­cados del símbolo son ajenos a Lucas. El dolor gestante de la Madre continúa en la Iglesia, en los hijos de la Iglesia.

La Madre que gestó al Hijo, al Salvador, es la Madre de la Iglesia. La espada con­tinuará poniendo al descubierto lo que hay en el corazón del hombre.

Angel Aparicio, cmf