Madre es un regazo y unas rodillas en las que apoyamos la cabeza
mientras nos cuenta sus historias, para entretener nuestra infancia.
Madre son las primeras oraciones de niño que hablaban del Padre,
de Jesús y de María y que salían de un rostro que se acercaba al nuestro
para sellar la oración con un beso, antes de que entreguemos
nuestro corazón de niños al descanso del sueño.
Madre son unos ojos atentos por los que se escapa un corazón esperanzado
y a veces preocupado, o alegre, o asustado, o ilusionado.
¡Tanto poder tenemos nosotros para alterar su corazón y su ánimo!
Madre es un corazón siempre dispuesto a servir, aunque no le demos las gracias,
ni siquiera un beso, y a veces hasta una mala contestación.
Son unos labios capaces de curar nuestras grandes heridas con su beso
y cerrar el grifo de nuestras lágrimas mientras nos dice: «no es nada».
Madre es un corazón que comprende, aunque no le expliquemos mucho,
pero también sabe reprender, aunque se quiebre un poco por dentro
y a ella misma le duela reñirme, pero lo hace porque sabe que debe hacerlo.
Ser madre es encontrar la palabra apropiada en el momento justo…
Aunque no sea en ese momento cuando le demos la razón.
Y tener unas lágrimas que se derraman hacia dentro y se tragan el sufrimiento
cuando nos ven sufrir y fracasar, para dejar asomar una sonrisa
y una mirada luminosa como diciendo: Ya se pasará, ya se arreglará todo.
Ser madre es ser como esa Marta del Evangelio, agitada, nerviosa tantas veces,
pendiente de que esté la comida preparada, y el detalle a punto,
ese sentarse la última -si es que se sienta-: ¿Está bueno, falta algo?
Madre de espaldas anchas para aguantar la enfermedad,
y acompañar la nuestra -tantas noches sin dormir, o durmiendo
con un ojo abierto-, reina de la paciencia y del sacrificio
para que no nos falta de nada… aunque a ella le falte de todo.
Por eso comprendo que Dios no quisiera prescindir de tener una.
Y puedo imaginar, siquiera un poco, lo que sentía Jesús
cuando llamaba «Madre» a María.
Y descubro un sorprendente gesto de amor cuando, desde la cruz,
nos dijo a todos sus discípulos: «Ahí tienes a tu madre».
Pues sí. aquí la tengo conmigo, compartida con él.
Dios creó a las madres, y el Hijo nos entregó la suya.
Divino regalo que nunca le agradeceremos bastante.
IV Domingo de Adviento
Lc 1,46-56. El Poderoso ha hecho obras grandes en mí