Hace algunos años, un amigo mío compartió conmigo esta historia: Criado como católico romano y básicamente fiel en ir a la misa dominical y en tratar de vivir una vida moral honesta, se encontró, hacia sus cuarenta y cinco años, atormentado de dudas, incapaz de orar, y (siendo honesto consigo mismo) ni siquiera podía creer en la existencia de Dios.
Preocupado por esto, y para buscar consejo espiritual, fue a ver a un sacerdote jesuita, renombrado director espiritual.
Mi amigo esperaba la reflexión habitual sobre las noches oscuras del alma y cómo éstas se nos dan para purificar nuestra fe y, conocedor ya de esa literatura espiritual, no esperaba mucho fruto de la consulta. Ciertamente no esperaba el consejo que recibió.
Su consejero jesuita de ningún modo trató de entablar profundas reflexiones teológicas sobre la duda espiritual y las noches oscuras de la fe. En su lugar, como hizo Eliseo con Naamán, el leproso sirio, le dio a mi amigo un consejo que sonaba tan simplista que provocó en él irritación más que esperanza: El jesuita le dijo: “Prométete a ti mismo quedarte en oración silenciosa media hora cada día, durante los próximos seis meses. Te prometo que, si eres fiel a eso, para entonces recobrarás tu sentido de Dios”.
Mi amigo, además de sentirse disgustado -ya que pensó que el consejo era demasiado simplista-, protestó que la parte más relevante de su problema era precisamente el no poder orar, que no podía hablar a un Dios en cuya existencia no creía: ¿Cómo puedo orar cuando ya no creo ni que haya Dios?
El jesuita insistió: “¡Hazlo, sin más! Preséntate, y quédate en oración silenciosa media hora cada día, aun cuando te parezca que estás hablando a un muro. Es el único consejo práctico que puedo darte”.
A pesar de su escepticismo, mi amigo siguió el consejo del jesuita y se sentó fielmente en oración silenciosa, media hora cada día, durante seis meses y, al final de ese tiempo, su sentido de Dios había reaparecido, así como su sentido de la oración.
Creo que esta historia resalta algo my importante: Nuestro sentido de la existencia de Dios está muy ligado a la fidelidad a la oración. Sin embargo -y ésta es la paradoja-, es difícil mantener una vida de oración, precisamente porque nuestro sentido de Dios con frecuencia es débil. Digámoslo sencillamente: orar no es fácil. Es fácil hablar sobre la oración, pero tenemos que luchar para mantener, a largo plazo, una oración real y auténtica en nuestra vida.
La oración resulta fácil solamente a los principiantes o a los ya santos. Durante todos esos largos años intermedios, la oración es difícil. ¿Por qué? Porque se rige por las mismas dinámicas interiores que el amor, y el amor es agradable y dulce solamente en su fase inicial, cuando nos enamoramos por primera vez; y, de nuevo, en su fase madura y final. En el tiempo intermedio, el amor supone trabajo arduo, fidelidad tenaz, y necesita un compromiso deliberado por encima de lo que normalmente proveen nuestras emociones y nuestra imaginación.
La oración funciona de la misma manera. Inicialmente, cuando comenzamos a orar por primera vez, como ocurre a cualquier joven enamorado, tendemos a gozar de un período de fervor, de pasión, un período en el que nuestras emociones e imaginaciones nos ayudan a sentir que Dios existe y de que Dios escucha nuestra oración. Pero, conforme vamos profundizando y madurando más en nuestra relación con Dios, exactamente igual que en la relación amorosa con alguien a quien amamos, la realidad comienza a disipar una ilusión. No es que nos desilusionemos de Dios, sino más bien que llegamos a darnos cuenta de que muchos de los pensamientos y sentimientos fervorosos que creíamos se centraban en Dios en realidad se centraban en nosotros mismos. La desilusión es algo bueno. Es disipar una ilusión. Lo que pensábamos que era oración era en parte un hechizo sobre nosotros mismos.
Cuando empieza este desencanto -y éste es un momento de maduración en nuestras vidas- es fácil creer que nos hicimos ilusiones con respecto al otro, la persona de la que nos habíamos enamorado o, en el caso de la oración, con respecto a Dios mismo. Entonces la reacción más cómoda es retirarse, abandonar, mirar todo el proceso como si hubiera sido una pura ilusión, un mal comienzo. En la vida espiritual, es entonces normalmente cuando dejamos de orar.
Pero lo que se requiere es precisamente lo contrario. Lo que debemos hacer, entonces, es acudir a la oración, exactamente como lo hicimos anteriormente, pero sin los pensamientos y sentimientos rebosantes de fervor; llenos de dudas, aburridos y despojados de nuestro encanto sobre nosotros mismos. Cuanto más profundizamos en las relaciones amorosas y en la oración, nos volvemos más inseguros de nosotros mismos, y esto es el comienzo de la madurez: Es precisamente al reconocer que “no sé cómo amar y no sé cómo orar”, cuando comienzo en primer lugar a entender en qué consiste realmente el amor y la oración.
Por tanto, no hay mejor consejo que el dado por el sacerdote jesuita a mi amigo, que se consideraba ateo: “¡Acude a orar, sin más! ¡Siéntate y quédate con humildad y en un silencio suficientemente largo, de forma que puedas oír al Otro, no a ti mismo!”
- Traducción: Carmelo Astiz, cmf