se propague indefinidamente; pero tampoco una verdad
se convierte en error por el hecho de que nadie la vea”.
Querido Mahatma:
Te llamabas Mohandas Karamchand Gandhi, pero el pueblo eligió para ti otro nombre más expresivo: Mahatma, «alma grande», y con él va a quedar esculpido tu recuerdo en los anales de la familia humana.
Sé que no pretendías aparecer como un personaje importante, uno de esos gurúes que tienen respuesta para todo. Qué sabiamente proclamaste: "Si todos fuéramos maestros, ¿quiénes serían entonces los discípulos? ¡Seamos todos discípulos!”. Tú fuiste sencillamente un buscador, te gustaba ir por la vida cargando al hombro y repartiendo luego entre tus seguidores un manojo inquietante de preguntas: ¿Cómo puede creer alguien en la verdad si no cree en la no violencia? ¿Debemos ser jueces de nosotros mismos? ¿A qué debemos dar crédito, al elogio o al reproche?
Eso sí, cuando en tu búsqueda descubres un tesoro, grande o pequeño, que te enriquece interiormente, te faltará tiempo para compartirlo con tus compañeros de viaje. Si has percibido que a tu alrededor todo cambia e incluso muere, y tienes la intuición de que en todo este cambio subyace un Poder vivo que es inmutable, enseguida regalas la luz que se ha encendido dentro de ti: “Ese Poder o Espíritu que da vida a todo es Dios”; luego vas más lejos: “Y como ninguna otra cosa de las que veo únicamente a través de los sentidos puede persistir ni persistirá, sólo Dios es”. Pero ¿qué es Dios? Después de ahondar en la pregunta terminas afirmando sin rodeos: “Dios, simplemente, es para quienes tienen fe”. Dios es. Sólo dos palabras, que en realidad son la misma.
Poco a poco tu experiencia, tu “humilde y limitada experiencia” va agudizando tu mirada: “Cuanto más puro trato de ser, tanto más cerca me siento de Dios”. Y presientes que estarás mucho más cerca cuando tu fe llegue a ser tan inamovible como el Himalaya y tan blanca y brillante como las nieves de las cumbres. Luego sintonizas espontáneamente con tantas almas gemelas que sientes vibrar en tu misma onda. Así, invitas a orar con Newman, “que cantó desde la experiencia”:
en medio de la oscuridad que me rodea;
guíame Tú.
La noche es oscura y estoy lejos de mi hogar;
guíame Tú.
Cuida mis pies, no pido ver muy lejos;
un paso es suficiente para mí”.
En esta peregrinación sosegada tratas de tener como única meta la verdad; no al éxito de la verdad sino a la verdad misma: “Un error no se convierte en verdad por el hecho de que se propague indefinidamente; pero tampoco una verdad se convierte en error por el hecho de que nadie la vea”. Descubrirás entonces que la verdad nos hermana y nos permite contemplar a todos, especialmente a los pobres, con una nueva sensibilidad. Es entonces cuando la verdad se convierte en compromiso. Lo dijiste un día: “Deberíamos sentirnos avergonzados por poder descansar o disfrutar de una comida abundante mientras haya un hombre o una mujer capaces de trabajar y que no tienen trabajo ni comida”.
Querido Mahatma, eras hindú a tu manera. Y también cristiano a tu manera. Admirabas a Cristo y frecuentabas la Biblia y especialmente el Nuevo Testamento. Por eso me aventuro a decir que tenías algo de profeta cristiano. ¿Dónde se había afianzado tu idea de la no violencia activa, que llegaría a marcar el destino de tu pueblo? ¿Quién te inspiró la iniciativa de abrir en Suráfrica y en la India una serie ashram [morada del maestro espiritual o casa de oración], en las que los hombres dedicados a la no-violencia activa y a la justicia buscaban aquella íntima comunión con Dios que permite una profunda unión con todo lo creado?
Basta ojear tu colección de pensamientos «Quien sigue el camino de la verdad no tropieza» para asomarse al pozo de tu mundo interior. Allí se lee, por ejemplo: “Para encontrar un diamante hay que trabajar muy duramente y remover toneladas de tierra y piedras. ¿Empleamos al menos una mínima parte de ese trabajo en eliminar la escoria de la falsedad y buscar el diamante de la verdad?”. Y también: “Sabiendo como sabemos que las cosas tienen dos lados, sólo debemos mirar el lado positivo”.
Hay en tu vida gestos que me han impresionado. Cuando Anand T. Hingorani perdió a su mujer Elia, este buen amigo se atrevió a pedirte que lo acompañaras en su soledad enviándole un pensamiento cada día. Y así lo hiciste durante dos años. El buen Hingorani fue archivando tu pequeño mensaje, y un día quiso darlo a la imprenta para que otros pudieran aprovecharse de él. No se lo permitiste: “Quién sabe, tal vez mi vida no responda a estos pensamientos. No obstante, si mi vida responde a ellos hasta el último aliento, entonces, sólo entonces, merecerá la pena publicarlos”.
Esta condición se acabó de cumplir el 30 de enero de 1948 cuando fuiste asesinado en Delhi por un fanático hindú habiendo mantenido tu coherencia hasta el último instante. Hoy tu libro se encuentra publicado en numerosos idiomas. Ya dije el título: “Quien sigue el camino de la verdad no tropieza” (si bien varía según idiomas o ediciones: en español se publicó también con el título “Palabras de verdad”). Ahora añado el subtítulo: “Palabras a un amigo”. Ese amigo se ha convertido ya en una familia numerosa. La familia de los pacíficos.