Mis queridos amigos:
Cuando llegaron de su viaje de novios, nuestros comunes amigos me pusieron al corriente de cómo iba la gente que quiero y por la que me siento querido. Así tuve noticias de ésos que generalmente son flojos a la hora de escribir.
A los recién casados no les he visto más que un día y más bien de prisa. Así que tampoco me han contado mucho. Sólo lo suficiente para hablarme de la acogida que tuvieron para con ellos. Venían desbordados de tanta atención y delicadeza. Había sido una verdadera luna de miel, tanto por las vivencias íntimas en el seno de su relación de pareja cuanto en su trato con la gente que les acogió. Mientras me lo decían, yo pensaba para mis adentros que habían experimentado mieles sin hieles. También me hablaron del recuerdo entrañable que de mí conservaba la gente. Esto me agrada y me halaga. Me sabe a miel a mí también. Y eso que yo sí tuve tiempo y ocasiones de probar las hieles. Se ve que en la distancia permanece lo bueno y se olvida lo malo. Sobre todo, si uno se reviste de entrañas de misericordia entrañable y decide ser gratuito en la entrega de su corazón, sin pedir condecoración por haberlo regalado.
Al recibir vuestra carta, por contraste, me acordé de la conversación con esta pareja de jóvenes. Siento mucho que vuestro estado de ánimo siga por los suelos, al percibir que la gente que os ha ido a ver, con frecuencia iba a pedir favores, sin preocuparse lo más mínimo de cómo lo estábais pasando. Ya peináis alguna cana y sabéis que mucha gente es insensible a los problemas de los demás y, a la vez, muy sensible a sus propios problemas. Claro que este saber no evita el enfado y la irritación que provoca el juzgarse manipulado por el egoísmo ajeno.
Puedo meterme bastante bien en vuestra piel y alcanzaros en vuestros sentimientos. Casi estoy acostumbrado a que conmigo se haga otro tanto. Muchas veces me he sentido irritado al verme manipulado y tratado como "cura objeto". Juzgo que me han utilizado para sus fines. Pero, después que se me pasa el enfado que semejante juicio me causa, me digo a mí mismo que, si así es, peor para quien se comporta de esta manera. Él es quien se pierde gozar de la pulpa de la amistad y quien se queda con la cáscara de la más sabrosa fruta. Allá él con su decisión. Yo no le voy a cambiar. Más aún, si lo intentara, perdería la gratuidad y jugaría su mismo juego.
Así que lo siento mucho, pero no estoy dispuesto a cambiar el dulce sabor de la gratuidad generosa por el agrio de las esperas y de las condiciones. A pesar de todo, tengo que reconocer que me duele verme tratado de esta manera. Y no me avergüenzo de reconocerlo. Porque el dolor duele. No sentirlo es insensibilidad. Para cualquier persona, sensible y consciente de su dignidad, verse utilizada representa un dolor enorme. Lo que ocurre es que uno tiene que saber lo que quiere en esas situaciones.
Cuando se siente este dolor uno puede tener la tentación de abandonar su buena voluntad y de medir con cuentagotas su capacidad de entrega. O, por lo menos, de hacerse lo más insensible posible para evitar el dolor. Para mí, ninguna de estas soluciones me vale la pena. Creo que hay que poner remedios adecuados y responsables, en lugar de poner comportamientos que secundan los sentimientos espontáneos. Éstos me llevarían hacia pataletas infantiles, que se pueden mover en el esquema de estímulo-respuesta: si la gente me manipula y me utiliza, le cierro la espita del caudal de mi entrega; si, por el contrario, me respeta, le entrego el contenido de mi depósito. Yo prefiero obstinarme en la buena voluntad y en la decisión de amar. Sé que actuando de esta manera soy yo mismo. Mi actuación responde al sueño más profundo que vive en mí. Y, además, mi entrega dependerá de mí y no de los frutos que recoge de los demás. Es una forma de evitar las esperas y los condicionantes. Por último, haciendo depender mi compromiso de mi decisión, nadie me puede quitar el gozo que me produce.
De todas formas esto para mí es toda una tarea. Una lucha diaria. Porque a todos nos resulta más fácil ser queridos que querer, ser amados que amar y ser valorados más que ser válidos. Para mantener esta lucha hay que estar fuerte. Y no hay posible fortaleza, si uno no se alimenta.
Una de las fuentes de alimentación para vosotros es vuestra relación de pareja. Trabajadla a fondo. Si no lo hacéis, se os irá la fuerza. Vuestra vida será vacía y rutinaria. Decaerá vuestra ilusión y hará acto de presencia la desgana tanto en vosotros como para los demás. Leed la historia, si no: ¿qué os ha ocurrido en aquellas ocasiones en que vuestra relación ha venido a menos por desgana, por motivos de trabajo o porque os habéis peleado y no habéis querido dar vuestro brazo a torcer? Entonces nada ha ocurrido en bien de vuestra relación. Tampoco ha ocurrido nada bueno en beneficio de los demás. Porque, cuando vosotros estáis mal, lo de fuera no os satisface, ni le podéis dedicar una entrega de calidad. Sencillamente os quedáis sin fuerzas para vivir con entrega responsable. Y los parásitos de las compensaciones chupan el jugo de vuestro árbol, de suerte que se queda sin hojas y sin frutos para quienes nos acercamos a vosotros, anhelantes de encontrar alimento y resguardo.
Otra fuente de alimento es la gente misma. Me diréis que es por ella por la que estáis sufriendo. Y es verdad. Sin embargo, yo creo que con la gente ocurre lo mismo que con la relación de pareja. Muchas veces es motivo de sufrimiento. Otras muchas es motivo de gozo inmenso. No podemos abandonarla cuando nos hace sufrir, lo mismo que no podemos asumirla únicamente cuando disfrutamos con ella. Queremos la relación en las duras y en las maduras. La queremos, a pesar de tener en determinados momentos motivos para estar desilusionados. La queremos, porque no perdemos de vista toda la riqueza que nos ha aportado en otras ocasiones. La queremos, porque no pensamos que la mejor respuesta a la desilusión sea la huida. La queremos, porque estamos convencidos de que el sufrimiento, abordado con sentido, puede hacernos crecer.
Con todo esto, os estoy invitando a dar una respuesta evangélica a vuestra irritación. Os invito a manteros firmes en vuestra decisión de amar, incluso poniendo la otra mejilla o dando la túnica a quien litiga para quitaros el manto. Os invito a que hagáis de vuestra entrega una decisión en la que triunfe la gratuidad. Al hacerlo resuenan en mi mente las palabras de Jesús: si dais a quienes os dan, ¿qué mérito tenéis?
Tenedme al corriente de cómo se van sucediendo las cosas. Os quiero mucho. Un fuerte abrazo.