He vivido sin Dios; ahora me parece que estaba muerto”
Querido don Manuel:
No te molestarás si te digo a bocajarro que fuiste un profesor de lujo. Leo en tu currículo: “Estudios secundarios en Granada y Bayona y superiores en la Sorbona de París, ampliados luego en Marbourg, Berlín y Munich…”. A los 25 años (1913) ya habías ganado la cátedra de Ética en la Universidad Central de Madrid ante un tribunal tan prestigioso como exigente. Carmen Castro llegó a sugerir que Ortega y Gasset, Zubiri y tú mismo formabais un tiempo el trío más brillante de las facultades filosóficas de Europa. Lo cierto es que a tus aulas acudían no sólo los alumnos oficiales sino muchos posgraduados –filósofos, médicos, abogados, etc.-, que no querían perderse ninguna de tus lecciones. Uno de tus discípulos más brillantes, Julián Marías, admiraba tu gran capacidad de apasionamiento ante las cuestiones intelectuales: “La palabra ‘teoría’ tenía para Morente su verdadero sentido originario; era ‘visión’, necesidad de ver, y de ver con claridad, y de complacerse en lo visto, entendido, poseído”.
Sé bien –tú lo sabes mejor- que el reputado oculista, doctor García Corpas, tu padre, se sentía orgulloso de un hijo que había llegado a superar con creces todos sus sueños. En cuanto a tu madre…; bueno, tu madre vivía otra escala de valores. Pero doña Casiana había muerto cuando tenías apenas ocho años. Ella tuvo el tiempo justo para depositar en el corazón del hijo las primeras semillas de la fe. ¿Que por qué evoco todo esto? Permíteme dejar abierto este interrogante.
Lo cierto es que perdiste la fe a los quince años. Tu hermana, al saberlo, se echa a llorar y escucha asombrada esta respuesta: “Déjate de pamplinas, Guadalupe”. En 1913, antes de contraer matrimonio, haces ante el párroco de la Concepción confesión de no creyente. Diez años después, en el funeral de tu esposa, no te arrodillarás. En fin, 35 años con la fe tirada, arrumbada entre los trastos inútiles. Si alguien hubiera dicho a cualquiera de sus alumnos: “El profesor Morente acabará siendo cura”, el estudiante se habría limitado a bromear: “Y yo, Papa”. Pero ya dijo Chesterton que lo increíble de los milagros es que existen.
La prueba del sufrimiento (persecución, destierro, situación de la familia en la guerra civil, la meditación profunda, la apertura ante el Dios que desborda los esquemas de cualquier mente humana, por brillante que parezca, y la gracia –ante todo, la gracia- te llevaron a reconocer en su momento que habías resistido a Dios “hasta que me hizo la merced de que se desplomara la cortina”.
Lo cuentas con la sencillez de un niño: “Un día, después de llorar mucho, en la soledad de mi cuarto, sentí un profundo consuelo que descendía sobre mi: una paz como intemporal y eterna envolvía mi alma y una especie de voz interior, muy suave y cariñosa, me invitaba a confiar en la bondad infinita de Dios. Recordé entonces, una por una, las oraciones de mi infancia, que, sin yo darme cuenta, empezaron a fluir de mis labios. Acudió a mi mente la imagen bendita de Nuestro Señor Jesucristo, llamándome como llamaba y llama siempre a todos los que sufren y lloran para darles el consuelo inefable de su divina palabra y de su amor inextinguible”. Fue la experiencia que tú mismo bautizaste como ‘el hecho extraordinario’. Entras en la abadía benedictina de Ligugé, cerca de Poitiers, y es entonces cuando decides responder a tu vocación sacerdotal.
En 1937 ya no resistes más y diriges al obispo de Madrid una carta escalofriante: “Desde hace muchos, muchísimos años, vivo alejado del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Al escribirlo brotan lágrimas de mis ojos. Y no puedo acercarme a la sagrada mesa en el estado actual de mi alma. No soy digno”. Expones tu llamada al sacerdocio y tu disposición a ingresar en el seminario. ¿Lo recuerdas, querido profesor?
El 21 de junio de 1938 recibes del señor Obispo lo que llamaste tu segunda primera comunión. El 1 de enero de 1941 celebrarás tu primera misa. Tu ministerio, ilusionado, va a ser muy corto. La muerte, inesperada, llamará a tu puerta el 7 de diciembre de 1942. Cómo resonaban entonces estas palabras tuyas: “Prefiero mil veces morir con Dios que vivir sin Dios. He vivido sin Dios; ahora me parece que estaba muerto. Debe de ser muy dulce morir en la paz de Dios, entrar suavemente en la eternidad con la sonrisa en los labios”.