Me habéis llamado dichosa todas las gentes, todos los tiempos y lo habéis hecho adornando mi nombre con esos títulos que contienen veneración, amor y la descripción de un destino. Entre todos esos títulos me decís uno: «Asunta», que yo veo que me califica como el resumen, como la última palabra de una vocación que madura en su fruto final pero que, al mismo tiempo, está contenido en el comienzo y en el discurrir de esa misma vocación como lo está la meta en el principio y en el medio de un itinerario.
“Asunta a los cielos”. De esos cielos, del Padre que habita en ellos recibí la comunión en su alegría en el comienzo de mi vocación: «Alégrate», mientras me concedía el regalo de sus manos colmadamente llenas de su favor. Ahora en los cielos, en el corazón del Padre, la alegría ha remansado en el gozo total y el favor ha desembocado en la gracia plena. Por ella todo lo poseo ya comprendido y resumido en la altura ilimitada de su luz y en el abrazo interminable de su amor.
Yo también, en aquel comienzo misterioso de mi vocación, me puse un título que quería expresar la única forma de agradecer la visita del Altísimo: “la Sierva del Señor”. Sólo recibiéndolo como pequeña sierva podía ensalzar la grandeza de su plan amoroso y el inmenso don para mí de que contara con mi consentimiento y colaboración.
Pero vosotros, mis hijos, habéis usado muy poco ese título para designarme, casi os habéis limitado en decirme «la sierva del Señor», mi título preferido en la tierra. Ahora que en los cielos, junto a Dios, me reconocéis coronada como reina, ¿no recordáis la verdad de aquel dicho: «Servir es reinan>? ¿Verdad que comprendéis que solamente sirviendo en la tierra se puede recibir una corona en el cielo? ¿No es verdad que sólo pasando mi vida como la pequeña sierva del Señor he podido ser elevada finalmente junto al | Altísimo?
Si queréis, pues, poner una corona a mi vida llamándome «Asunta al cielo», no olvidéis que los elementos con que se ha trabajado esa corona fueron el metal precioso del favor del Padre pero también el humilde material de la obediencia entregada, del amor sencillo, de la fidelidad cotidiana, del servicio generoso.
En mi persona, el que hizo cosas grandes por mi, ha coronado juntamente su propia obra y esta carne humilde que se llevó en su vuelo tantas pequeñas partes de mi vida transcurridas en la luz o en la sombra. En mi cielo, conmigo, han recibido su trono mi cocina y mi rueca de Nazaret y mis humildes servicios a José, las flores de mi huerto, las caricias del niño en mis brazos y mis vigilias de sus sueños, el polvo de mis pasos detrás de los caminos de Jesús y las preguntas que guardaba en mí corazón, mis lágrimas y dolor en su muerte, la soledad de mis años maduros y el afecto venerado de los discípulos.
Yo os llamo a vivir con fiel sencillez vuestra vida en la tierra para que nada de ella se pierda cuando llegue el día de las coronas que no se marchitan en el cielo.
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Fotografía por Enrique Lopez-Tamayo Biosca