María de la liberación.

    Según palabras del cardenal Eduardo Pironío, «América latina es un continente esencialmente mariano». La afirmación del purpurado argentino refleja una realidad que resulta evidente de norte a sur y de este a oeste en todo el territorio evangelizado hace cinco siglos. La figura de María en Latinoamérica se siente palpitar y reviste, además, el colorido de una presencia evangélica inculturada, hecha mestizaje y en sintonía perfecta con las más hondas aspiraciones de sus gentes.

Pedro Casaldáliga, obispo y poeta, esboza en una plegaria los rasgos inculturados de una Virgen Madre de Dios y de los hombres genuinamente evangélica, universal y que se enraiza en la humanidad sencilla, a menudo sufriente, pero siempre gozosa y esperanzada. Dice así:

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.«María de Nazaret, esposa prematura de José
el carpintero,
aldeana de una colonia siempre sospechosa,
campesina anónima de un valle del Pirineo,
rezadora sobresaltada de la Lituania
prohibida,
indiecita masacrada de El Quiche,
favelada de Río de Janeiro,
negra segregada en el Apartheid,
harijan de la India,
gitanilla del mundo;
obrera sin cualificación,
madre soltera, monjita de clausura;
niña, novia, madre, viuda, mujer.
[…]
María nuestra del Magníficat,
queremos cantar contigo,
¡María de nuestra Liberación!»

Porque es Madre de Dios y Madre nuestra, y porque sabe ser también esposa, campesina, indiecita, gitanilla, viuda y hasta monja…, María camina junto a los pueblos en su marcha hacia la liberación de toda esclavitud, de todo pecado.

María ha sido siempre la que ha estado ahí, presente en las luchas y en los aprietos de los hombres, como lo estuvo en Cana de Galilea y en el monte Calvario. Ella -Auxiliadora, toda premura y Corazón, Medianera, del Perpetuo Socorro, de los Remedios, etc.- es ahora también María de la Liberación.

Como dice Pablo VI, María es «una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio: situaciones todas éstas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías libertadoras del hombre».

La palabra liberación posee, irremediablemente, sabor latino. Nos remite al Continente Latinoamericano. Esta palabra, unida a la de María, nos habla de una simbiosis vital, de una complicidad de nuestra Señora con las inquietudes, fatigas y esperanzas de los pueblos del nuevo mundo.

Bajo diversas advocaciones y títulos, la figura de María en América emerge, esencial y sencilla, como recién sacada de las páginas del Evangelio, y aparece, a la vez, esculpida con los rasgos inequívocos de ese Continente. La imagen que exhibe mejor, quizás,   esa fisonomía es la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, venerada en Méjico. Llena de rico simbolismo, mostrando un rostro matizado con un color de tono grisáceo y llevando en su forma de vestir la impronta de los usos del lugar, representa la idealización de la «nueva» mujer que tiene que surgir en aquel Continente y en el mundo. Ella es la amable y santa Mestiza a quien el pueblo siente muy cercana a sus raíces más profundas.

La espiritualidad mariana ha ido adquiriendo en Latinoamérica relieves característicos, teñidos por la influencia de la «teología de la liberación». La intuición básica de la «teología de la liberación» ha consistido en acentuar los siguientes elementos:

  1. la conversión a Dios pasa a través de la conversión al prójimo encarnado en la humanidad
  2. más pobre u oprimida;
  3. el compromiso realista en el proceso de liberación a favor de los pobres y explotados;
  4. la necesidad de la denuncia y la lucha contra las situaciones escandalosas de pobreza e injusticia, como exigencia evangélica de la «bienaventuranza de la pobreza»; y
  5. la convicción gozosa de que Dios se sitúa de parte de los pobres, a quienes hace destinatarios de sus promesas escatológicas y a quienes invita a analizar lúcidamente las situaciones de injusticia y a tomar la iniciativa en su solución.

Enmarcada en esa corriente de la «teología de la liberación», la figura de María ha ido mostrando rasgos singulares, a la par evangélicos y autóctonos:

1. María, signo maternal de la cercanía divina

María, sobre todo desde la aparición y advocación guadalupana, se convierte en un gran signo del rostro maternal y misericordioso de Dios. A través de María, Dios se hace cercano al pueblo. Gracias a ella y por su mediación se encarna la Palabra. Dios se une con el hombre. Pero no sólo eso: María ejerce su función maternal colaborando también en la formación de los hijos de Dios, contribuyendo a que lleven a su madurez la gracia del bautismo y lleguen a ser verdaderos hermanos.

2. María, modelo en el compromiso cristiano de la lucha contra el mal

La figura de María revela asimismo con nueva fuerza los rasgos ejemplares de su vida terrena, que adquieren ahora luminosidad liberadora: ella es modelo de comunión con Cristo, la primera discípula, la bienaventurada por haber creído, ejemplo de cooperación y creatividad, a la vez contemplativa y cooperante, fecunda y servicial, liberadora y profética. Su figura destierra una comprensión de la espiritualidad cristiana en términos de pasividad y alienación. Su canto del Magníficat, cifrado en la exaltación de los pobres y humildes y en la lucha contra todo lo que aliena a la persona, subraya ese peculiar estilo maria-no y convierte a María en modelo para todos los discípulos de Cristo, y de un modo muy peculiar para los últimos de este mundo, a quienes ella libera de las cadenas de la injusticia.

3. María representa el «proyecto del hombre nuevo»

En un contexto en el que «clama al cielo» el pecado contra la dignidad humana, el fatalismo pasivo y la marginación de la mujer, María, íntimamente identificada con el pueblo latinoamericano, evoca el proyecto del hombre nuevo, del ser humano reivindicado en su dignidad primera y fundamental. La «bendita entre todas la mujeres» dignifica a la mujer en dimensiones insospechadas, como reconoció el episcopado latinoamericano reunido en Puebla.

En resumen, María de la Liberación no es precisamente una gran Señora sentada en su trono; ni es tampoco la guerrillera de los montes… Es ella misma, la de siempre: María de Nazaret, atenta a las necesidades de sus hijos, compartiendo sus dolores, alentando sus esfuerzos por alcanzar con el trabajo y el sudor de cada día la instauración de la justicia y del amor en este mundo.