Comencemos con un relato. Años sesenta de siglo XX. La escena se produce en una Iglesia del barrio de Arguelles (Madrid). Un señor, alto como un castillo, se acerca al confesonario. Comienza el diálogo:
– Buenos días, Padre. ¿Me puedo confesar?
– Pues ¡claro! ¿Cómo no?
– ¿Cree que habrá perdón para mí?
– Dice el Señor: "Aunque vuestros pecados sean como grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán". Y en otro lugar confiesa el salmista: "Como dista la aurora del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos".
– Verá. Pasaba por delante de este templo. Y leí la inscripción: "Santuario del Inmaculado Corazón de María". De golpe, sentí un impulso y una como invitación interior de la Virgen María: "Entra, hijo, y confiésate". Y aquí estoy.
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Ave, María purísima.
– Sin pecado concebida.
– Hace cincuenta años que no me confieso.¡
La cosa se comprende
Hemos narrado una historia sencilla de conversión. Nada hay en ella de espectacular, ninguna caída fulgurante como la de Pablo, ninguna descripción detallada y penetrante como la del proceso lento y dramático vivido por Van der Meer de Walcheren y testimoniado en "Nostalgia de Dios". Pero allá, en el cruce de las calles madrileñas Marqués de Urquijo y Ferraz, María sale discretamente al paso y se deja encontrar por la mirada distraída de un transeúnte que lee el nombre de la titular de un Santuario.
Es la madre del Señor, la que vivió hace 2.000 años entre nosotros. Los creyentes confesamos que ahora vive cabe Dios y que no está precisamente cruzada de brazos mirando desde la barrera, apáticamente, nuestra historia personal y colectiva. El Concilio Vaticano II lo recuerda muy bien: María, "asunta a los cielos, no ha dejado su misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada".
La vida glorificada no es un país de individuos narcotizados, lejos ya de este mundo azotado en que chapoteamos en medio del sufrimiento, nos encantamos en unos paréntesis placenteros, o nos afanamos en los trabajos de cada día. Esa vida es una dilatación de la conciencia, una inmediatez con el Dios viviente, una comunión profunda con sus hijos, una presencia al mundo entero contemplado con la mirada de Dios y amado con el corazón de Dios. Lo que decimos de todos los glorificados lo podemos afirmar con más fuerza de María. Desde la plenitud de Dios tiene vueltos a nuestra historia sus "ojos misericordiosos". Esta expresión formula con todo acierto la relación de María con nosotros.
Conocedores de nuestra fragilidad, más de una vez hemos preferido no saber nada de asuntos e historias que temíamos nos hicieran daño. Nos hemos refugiado en la ignorancia, hemos puesto entre nosotros y el dolor el muro o la nube del no saber; otras historias cuya noticia no hemos podido evitar las hemos relegado al olvido, quizá presionados por el instinto de supervivencia. La vida nos ha aleccionado que el conocimiento es fuente de dolor, y ya no queremos sufrir. Pero María es en Dios la mujer fuerte en vela continua y su amor está libre de las estrategias que ideamos aquí para sobrevivir.
Una página evangélica
Los relatos que aparecerán en los próximos números refieren algunas historias célebres de conversión en que la presencia de María es casi apabullante, o quizá más discreta, pero siempre muy real. Sin querer que sirva de marco general, pero recurriendo a algo que es más que un juego de palabras, vamos a recordar una historia distinta de "conversión". La conocemos muy bien. Es el signo de Cana, donde Jesús convierte el agua en vino.
María tiene una presencia destacada en la narración. Primero se da cuenta de lo que pasa. Es ya la mujer de los ojos abiertos y la mujer de los ojos misericordiosos. De ahí que la veamos acercarse a Jesús y poner a todo el mundo en danza. Con tanta discreción como eficacia. Las dos frases que pronuncia son muy significativas.
La primera va dirigida a Jesús: "no tienen vino". No nos hallamos ante una orden de la madre al hijo, no tenemos ante nosotros una intercesión propia y directa. Es esa forma de lenguaje en que no se dice casi nada y se dice todo. Lo mismo que cuando las hermanas de Lázaro le mandan recado, quizá con inquietud, pero con la misma parquedad de idioma: "tu amigo está enfermo". Sobra toda palabrería, todo vuelo retórico, todo apremio ansioso. Y, llamativamente, en los dos casos parece que la palabra de las mujeres cae en el vacío; pero hasta los impacientes han de admitir lo bien que conoce Jesús el tiempo y los momentos de la acción y de la gloria. Ahora, María, en su presente condición glorificada, no necesita siquiera musitar esas tres breves y esenciales palabras. En un decir no diciendo, "se cuida de los hermanos de su Hijo" ante su Hijo y ante el Padre de todo don. En Cana hay una segunda frase que encamina hacia la conversión de estas ánforas vacías que podemos ser cualquiera de nosotros, hechas para las purificaciones y, sin embargo, quizá demasiado poco receptivas y más bien desidiosas para la purificación. Ahora María se dirige a los criados: "Haced lo que él os diga". Porque también nosotros hemos de consentir a la llamada de Jesús, también nosotros hemos de acoger esa invitación susurrada en lo íntimo de la conciencia: "Entra, hijo, y confiésate", también nosotros hemos de dejar que se manifieste en este barro nuestro, como en las seis tinajas, la gloria del Hijo. Así damos, desde el vacío, y luego desde el agua de la purificación, amplia cabida al vino de la alegría y la fiesta.
Ahora y en la hora de nuestra muerte
Y acabamos con otra historia. En 1823, cercana ya su muerte, un General y revolucionario español, traidor -dicen- a su patria en un "motín vergonzoso e incalificable", hablaba con un dominico del Colegio de Santo Tomás de Madrid. Su nombre: Rafael Riego. Aquella confesión no quería ser un secreto, sino un testimonio personal.
– Padre, mi vida entera es un tejido de iniquidades; no hallo en mi conciencia cosa acreedora a tamaño beneficio de Dios. Pero si a obra alguna debiera atribuirse el que Dios se compadezca de mi alma en semejante trance, no guardo más que un recuerdo. Cuando yo era niño, mi santa madre me llevaba todos los días a la Capilla del Rosario de Santo Domingo de Oviedo, y allí, de rodillas, rezábamos los dos el Rosario de la Santísima Virgen. Murió mi madre, y desde entonces, como recuerdo cariñoso hacia ella, o como gesto de devoción a la Madre de Dios, jamás he dejado un solo día de rezarlo.
– Basta, hijo, -le interrumpió el confesor, conmovido-. La Virgen te ha salvado. Dale infinitas gracias por esta merced y confía en ella, pues esta conversión es una prenda de felicidad.
La muerte de Riego fue envidiable. La gracia de Dios, por espacio de más de quince días obró poderosamente en su interior, y le dio la victoria final con el tránsito de un justo. Así lo contaba un agustino, Victorino Capánaga, conocedor muchas historias de conversión que llevaban un nítido sello mariano.
Pero no siempre suceden las cosas in extre-mis. Lo podremos comprobar en otros relatos que cuentan, con más pormenores, cómo la solicitud de María ha producido un poderoso impacto en lo más vivo (¿y lo más muerto?) de conciencias que se han dejado ganar por la gracia de Dios.