Los gemidos de Raquel aún taladraban el silencio, cuando salieron los tres fugitivos. Llevaban lo imprescindible, y dejaban todo lo suyo al cuidado de Dios. ¡Un hombre necesita tan poco cuando tiene que huir! Jesús ya estaba en el amplio mundo, y parecía no querer saber de sus fronteras. El extranjero también era su casa, el destierro su destino, igual que el de los miles de hijos de una Madre silenciosa, que acuna el sueño tranquilo de su príncipe de la paz. Dios es manso en sus brazos. No acepta lucha con el enemigo, se retira, silencioso, hasta que la justicia y el amor sean las únicas cláusulas del tratado con los poderosos.
Ilustración: Maximino Cerezo Barredo, cmf
María, José y el niño huyen hasta que Herodes entre en razón. Dicen que no lo hizo y, como siempre, fue su muerte la última palabra. El mundo entonces estaba igual de al revés que ahora, sólo cambiaba la dirección, había que huir del norte al sur, y luego, como siempre, no desesperar… El exilio era la esperanza de Dios, su hogar el camino con los hombres que sufren, allí donde lloran las madres porque nada se entiende: Dafur, Gaza, Congo…
Y dicen, eso siempre en la versión de los evangelios apócrifos, que Dios Padre fue muy buen amo de casa en Nazaret, y cuidó de todo, tanto que a su vuelta parecía que nunca se hubieran ido. María, vuelves al hogar para decirnos a todos: ¡no os preocupéis que Dios está en casa!