NIKOS Kazantzakis cuenta esta deliciosa fábula ”
¿Comprender a Dios, Yanna-kos? …
– preguntó el pope con terror. Pero el hombre, gusanillo ciego a los pies de Dios, ¿qué podrá compender de una grandeza inconmensurable? Yo tampoco comprendía cuando era joven, protestaba y preguntaba como tú. Un día, mi superior, en el Monte Athos, me refirió una parábola.
Una vez -me dijo-, hubo una aldehuela perdida en el desierto. Todos sus habitantes eran ciegos. Un gran rey llegó a pasar por allí, seguido de su ejército. Iba montando en un enorme elefante. Los ciegos lo supieron y, como habían oído hablar mucho acerca de los elefantes, los impulsó el deseo de tocar el animal fabuloso, para así formarse una idea de cómo era. Una docena de ellos se pusieron en camino. Suplicaron al rey les diera permiso para tocar al elefante. “ Os doy permiso, ¡tocadlo!”, consintió el rey. Uno le palpó la trompa, otro la pata, éste el lomo, a aquél lo alzaron un poco para que pudiera tocar las orejas, y a otro lo montaron en el elefante y le hicieron dar una vuelta. Los ciegos quedaron encantados. Los demás ciegos los rodearon, preguntándoles ávidamente qué clase de ser era esa bestia que llamamos elefante. El primero dijo: “Es un enorme tubo que se alza con fuerza, se enrosca y ¡desgraciado de ti si te coge!” Otro afirmó: “Es una columna con pelos”. Un tercero: “ Es un muro como una fortaleza y también con pelos”. Aquel que había tocado la oreja: “De ningún modo es un muro, sino un grueso tapiz, groseramente tejido, que se mueve cuando se le toca”. Y el último exclamó: “Es una montaña colosal que se pasea”.
Los cuatro amigos se echaron a reir.
-Nosotros somos los ciegos – dijo Yannakos-, tienes razón, padre mío. Dispénsame. No vemos más allá de nuestras narices y decimos: “Dios es duro como una roca”. ¿Por qué? Porque no vemos más lejos.”
¿Qué es eso de la teología apofática?
Ante la dificultad de hablar y conocer a Dios los teólogos se sacan de la manga una teología llamada apofática:
“Así se califica la teología que habla de Dios negando los límites, es decir, subiendo de lo que conocemos, limitado, al ser totalmente primitivo y transcendente. Así Dios es in-menso, in-finito, in-mortal, in-material…”.
Reconoce esta perspectiva una realidad que además es evidente: Nunca podremos hablar de Dios de una manera totalmente objetiva y por tanto sólo podemos balbucear las realidades divinas.
Ni los teólogos dedicados a profundizar los misterios divinos, ni los místicos que por gracia son iluminados para vislumbrar los arcanos de la divinidad pueden hablarnos adecuadamente de Dios.
Todo es debido a nuestra limitada capacidad de comprensión. Pero aquí llega la sabiduría y la bondad del Señor. Como nos dice el Vaticano II ¡cuánta adaptación de palabra ha usado para comunicarse con nosotros! Y comienza el conocimiento de la historia de amor y de salvación con las ráfagas que el hombre capta de una manera inconexa en el A. T.; hasta que se hace presente la luz plena con la acampada del Hijo entre nosotros: “De tal manera amó Dios al mundo que envió a su hijo…”
En Jesús se nos manifiesta toda la revelación que podemos captar, pero sobreabundante para conocer su amor, su voluntad de salvarnos, de hacernos hijos en el Hijo, y herederos de la felicidad.
Revelación de la Santísima Trinidad
Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo, con sus palabras, sus gestos, su vida nos descubre quién, qué hace y cuál es su misión. Además nos habla del Padre y del Espíritu como realidad propia.
Si Jesús no lo hubiera revelado jamás la mente humana hubiera podido imaginar la fuente de todos los misterios: La Santísima Trinidad, un solo y único Dios en tres personas iguales y distintas al mismo tiempo.
Ante este misterio, nuestra capacidad limitada de comprensión tiene más fácil captar lo que es el Padre y lo que es el Hijo porque tenemos referencias a través de la experiencia de paternidad y de filiación. Pero comprender la persona del Espíritu se nos hace más dificil porque nos encontramos sin puntos de referencia.
Conocer al Padre y al Hijo
Para contemplar desde la fe las dos primeras Personas tenemos puntos de referencia. El símbolos paterno nos hace pensar en el don de la vida, en el amor abnegado. Lo expresa con viveza “Papa Goniot” el personaje de Balzac. Así lo explica a Rastignac su joven vecino:
“Yo no tengo frío estando ellas (sus hijas) calientes, ni me aburro jamás cuando ellas ríen. Mis penas son las suyas. Una mirada suya, si es triste, me hiela la sangre. Un día sabrá usted que es uno más feliz con la felicidad de los hijos que con la suya propia. No puedo explicárselo; son impulsos íntimos que difunden bienestar por doquier.”
Y añade algo muy hermoso que quiero subrayar y que no puede pasar desapercibido:
“¿Quiere usted que le diga una cosa curiosa? Pues bien: cuando fui padre comprendí a Dios.”
Desde aquí y con la perspectiva de la teología apofática podemos decir: Este es el amor de un padre limitado. Estirad ese amor hasta lo infinito y nos acercaremos a comprender a Dios. Eso es lo que quieren decir los teólogos de cuando explican que Dios es mucho más que padre y madre a la vez.
Y una advertencia interesante que nos llega desde la teología pastoral es que prescindamos del símbolo de Dios Padre si nos dirigimos a un grupo –por ejemplo un grupo bajo el tribunal de menores– que podamos sospechar que la experiencia del padre es desastrosa: un padre borracho, violento…
El término de referencia en estas circunstancias es totalmente inadecuado.
Para conocer al Hijo también tenemos punto de apoyo en el hijo bueno, obediente, lleno de cariño hacia sus padres. Pero sobre todo tenemos al Hijo visible en Jesús de Nazareth, obsesionado por el cumplimiento exacto de la voluntad del Padre.
Es la actitud única que cabe en el discípulo de Jesús que quiere configurarse con su Maestro. En una homilía sobre el bautismo señala Gregorio Nacianceno las distintas actitudes que se pueden tener en relación a Dios
“Conozco tres condiciones entre los salvados: servidumbre, asalariado y filiación. Si eres esclavo, teme los golpes; si eres mercenario, mira tan sólo el salario a percibir; pero si por encima de esto, eres hijo, reverencia a Dios como Padre. Haz el bien, porque es hermoso abedecer al Padre, aunque ello no te reporte nada. El salario es agradar al Padre.”
También hay que conocer al Espíritu Santo
Saber quién es y qué hace el Espíritu Santo ya se hace más dificil, porque carecemos de términos analógicos o puntos de referencia. Por eso hasta hace poco se le llamaba el “gran desconocido”.
La situación denunciada el año 393 por San Agustín ha perdurado hasta hace muy pocos decenios:
“ Hombres sabios y espirituales trataron del Padre y del Hijo en muchos libros. Por el contrario los doctos y grandes tratadistas de las divinas Escrituras aún no han debatido acerca del Espíritu Santo tan extensa y diligentemente.”
No es el lugar ni el momento de hacer divagaciones pneumatológicas. Basta decir para nuestro objetivo que la Biblia nos lo define como una fuerza misteriosa, una luz incandescente, un viento que empuja y dirige.
Mons. Ramón Buxarrais intenta describir al Espíritu Santo a través de lo que él llama una torpe comparación:
“Imaginamos un mar profundo y extenso que tenemos que cruzar en un velero y llegar a puerto seguro. Sólo el viento es capaz de hacernos llegar a término.
El mar inmenso es la creación. El puerto a alcanzar Dios-Padre. El velero para cruzar el mar Jesucristo-Iglesia. El viento, el Espíritu Santo. Sin el impulso del Espíritu, el velero no se movería. Con él, a su impulso avanzamos cruzando el mar y nos acercamos al puerto seguro: Dios Padre.”
María de Nazareth dócil al impulso y viento del Espíritu
La relación de la Virgen María con el Espíritu Santo es una unión muy especial y única que hay que contemplar con precisión teológica. El mariólogo R. Laurentín nos lo explica con matices finísimos que hacen ver lo inapropiado de algunas comparaciones:
“Ella fue la elegida por el Espíritu Santo, autor de todos los frutos espirituales, para producir el mejor fruto en este mundo: el fruto transcendente que es Dios hecho hombre… Y no se trata de una fecundación. El Espiritu Santo no es el padre de Jesucristo. Jesucristo no tiene padre terrano. Por naturaleza, no tiene más que un Padre: divino, celeste y eterno…
María no es la esposa del Espíritu Santo, que no desempeña un papel fecundante ni mantiene con Ella una relación frente a frente, pues su modo de actuar es enteramente distinto. Actúa desde el interior, de modo transcendente. Del mismo modo que en cada uno de nosotros despierta lo mejor de nosotros mismos, despieta en María su capacidad materna para dar a luz al Hijo de Dios. Actualiza sus capacidades femeninas para elevarlas a una relación suprema con Dios. El Hijo del Padre se convierte en su hijo en “una misma y única filiación”, difundida y comunicada, como dice Tomás de Aquino. Jesús no tiene padre según la carne, porque la filiación eterna no podía compartirse. Sólo podía manifestarse en este mundo, como expresa con tanta profundidad el prólogo de Juan, donde se ve como el nacimiento eterno progresa a través del nacimiento del Verbo hecho carne y del nacimiento de los cristianos por la fe y el bautismo.”
Actitud de María
Se le anuncia que por obra del Espíritu Santo el que ha de nacer será santo y llamado Hijo de Dios y María dijo: He aquí la esclava del Señor. Hágase, esto es, que Dios actúe y yo estaré dispuesta a la colaboración total. María dijo sí y la salvación vino al mundo.
Como cuenta el biblista y Mariologo F. Juberías; “expresó su consentimiento con un ardiente deseo de que se cumpliese en Ella”
-En la visitación el saludo a Isabel, hay que considerarlo en el contexto de los dos saludos que se empleaban: “Shalom lek” (la paz contigo). Que todos lo bienes y bendiciones que trae consigo la presencia de Dios te acompañen. Se presenta, pues, a su prima como la portadora de los primeros bienes de la redención. Y “saltó de gozo el niño en su seno e Isabel quedó llena de Espíritu Santo”
Nos dicen los teólogos, que cuando Dios concede a un alma una gracia de salvación, no se la quita a no ser que esa alma se haga indigna de esa gracia.
María se presenta aquí como portadora del Redentor, la colaboración del Espíritu y el cauce de la primera gracia narrativa de la Redención. Podemos estar seguros que esta gracia no palideció en María y por eso el gran bien de la Redención y la suprema gracia del Redentor que es el don del Espíritu Santo se repite siempre y para todos los casos.
Con palabra teológica lo afirma el P. F. Juberías: “María es como el sacramento universal a través del cual se nos comunica el don del Espíritu Santo”.
Sugerencias
Que el Espíritu Santo no sea para nosotros un olvidado. Ciertamente no dejará de darnos sus dones e impulsos aunque no se lo pidamos a Él explicítamente. Pero Jesús quiere que lo hagamos presente en nuestras peticiones. Hoy y siempre necesitamos la fuerza del Espíritu para ser testigos de Jesús.
María una vez más modelo del discípulo nos enseñará a ser dóciles a las profundas llamadas del Espíritu.