Dime cómo oras y te diré qué eres
Desde los orígenes, la Iglesia ha estado convencida de que lo que oramos o celebramos y lo que creemos como verdades de nuestra fe, son inseparables. Por otro lado, la presencia de María en la vida de la Iglesia ha sido continua; ya las primeras comunidades cristianas nos cuentan cómo se saben reunidas con María cuando oran, escuchan la Palabra de Dios y comparten la fracción del pan en nombre del Señor Jesús.
En este momento, nos centramos en la vivencia litúrgica de la Iglesia, prescindiendo de las diversas expresiones populares y devociones mañanas surgidas a lo largo de la historia, aunque no siempre ha sido fácil distinguir uno y otro ámbito. No podemos celebrar ni ofrecer cúlticamente nada que no forme parte de nuestra experiencia creyente más honda; y a la vez, cuando celebramos estamos expresando con palabras y gestos el verdadero rostro de Dios que configura nuestra fe. Desde aquí, María no es únicamente un elemento más de la liturgia, sino que recibe su centralidad por la íntima relación que guarda con Cristo, auténtico centro de toda acción cristiana. María se nos ofrece como modelo y estímulo, para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida (Marialis Cultus, 21. Exhortación apostólica de Pablo VI, referencia imprescindible para todo este tema, junto a la reforma litúrgica del Vaticano II).
Desde la Tradición y el Magisterio
Uno de los primeros textos litúrgicos que recuerdan a María y que han llegado hasta nosotros es una homilía sobre la Pascua de Melitón de Sardes (s II), en que quiere insistir en la verdadera humanidad de Cristo, en la Encarnación. Muchos son los textos que podríamos citar en este mismo sentido. No es de extrañar que si una de las primeras y más centrales tendencias heréticas en la Iglesia fue la de negar que el Hijo de Dios fuera verdadero hombre, los cristianos recurrieran a María: ¡quién mejor que ella como testigo y garante de la carne de Cristo! Además, estuvo desde el principio presente en las plegarias eucarísticas y en la misma profesión de fe bautismal: ¿Crees en Cristo Jesús, Hijo de Dios, que ha nacido por obra del Espíritu Santo de la Virgen María?
Desde el s II encontramos composiciones poéticas, inscripciones y pinturas funerarias que unen la invocación a Cristo con la Virgen Madre, como el conocido fresco de las catacumbas de Priscila. Probablemente, del s.III es una de las primeras oraciones a María como «Madre de Dios» (Theotó-kos), más conocida en Occidente por la invocación Bajo tu amparo. Y será dos siglos después, cuando el Concilio de Éfeso proclame solemnemente este título mariano, cuando se extienda su influencia en todo el ciclo litúrgico. Se crearon numerosas fiestas en Oriente y en Occidente. Por ejemplo, fue después de este concilio cuando empezó a celebrarse en Jerusalén la memoria de María el 15 de Agosto, y en Occidente se va generalizando la memoria de la anunciación en tomo al 25 de marzo. También desde aquí va surgiendo el recordar a María litúrgicamente el sábado en Occidente y en Oriente el miércoles.
Desde entonces hasta nuestra liturgia romana actual, hay dos lugares litúrgicos por excelencia asociados a María: las plegarias eucarísticas y la profesión de fe bautismal. En los demás sacramentos y otros rituales, María suele aparecer como intercesora.
Su presencia es continua en la Liturgia de las Horas. Al atardecer, en vísperas, la Iglesia quiere proclamar cada día la grandeza del Señor y no ha encontrado mejor manera que unirse al canto del María en el Magníficat. Al acabar el día, nuestra última mirada se dirige también a ella, con cualquiera de las oraciones marianas conclusivas.
En cuanto al ciclo litúrgico, son momentos especialmente marianos el Adviento y la Navidad, y no tanto Cuaresma o el tiempo Pascual. En Adviento, destaca la celebración de la Inmaculada Concepción, y leemos el Anuncio a María y su Visita a Isabel. La espera maternal de María en este tiempo condensa y anima la espera interior de toda la Iglesia. En Navidad, además del nacimiento, se celebra la fiesta de la Sagrada Familia y se recuerda la presentación en el Templo y la adoración de los Magos.
En el tiempo Pascual y su preparación cuaresmal, contrasta cierto silencio litúrgico con la abundante presencia mariana en la piedad popular (Vía crucis, soledad de María, procesiones,…). Aún así, y con toda la sobriedad de este tiempo, María no desaparece de la liturgia pascual: desde el Stabat Mater Dolorosa del Viernes Santo al Regina coeli laetare de la Resurrección, que nos acompañará hasta Pentecostés.
Podríamos decir que si en Adviento y Navidad la acción de María está en el centro de la escena, durante la Pasión de Cristo, María cambia de lugar: quizá, porque es momento de ponerse a nuestro lado para juntos fijar los ojos en Cristo y sólo en Él. De hecho, como recogerá posteriormente la celebración de la Asunción de María, tras la Pascua Ella es la que precede a la Iglesia en el camino definitivo hacia el Señor resucitado y esto nos llena de alegría y sustenta nuestra esperanza. Las demás solemnidades, fiestas y memorias explícitamente marianas que la liturgia nos propone, las debemos celebrar siempre insertas en el acontecimiento salvador de Cristo, que es lo que, en el fondo, todo culto cristiano celebra en cualquier lugar o tiempo.
Como oramos y celebramos, creemos y vivimos
comenzábamos afirmando que la dimensión celebrativa y cúltica de nuestra fe es expresión por excelencia del Credo que queremos que configure nuestra vida. Si María ocupa un lugar central en la historia de salvación que creemos, también tiene que ocuparlo en nuestra vida litúrgica y cotidiana. Y no tanto porque lo digamos nosotros sino porque aquellos que nos ven, así lo perciban.
En palabras de Pablo VI: Quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en una vida absolutamente conforme a su voluntad. Por eso, pedía el Papa que se abandonen las devociones marianas reducidas a puras prácticas externas o ceñidas a movimientos del sentimiento tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas… Deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso. (MC 38) La rica y variada presencia de María en la liturgia ofrece numerosas posibilidades para celebrar la memoria de nuestra Madre, intentando por tanto, hacer confluir en la celebración eclesial litúrgica las demás expresiones devocionales.
Podemos decir con una amplia tradición eclesial que María es ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive la liturgia (MC 16-23), porque:
María, Virgen oyente, recuerda a la Iglesia que su actitud primera debe ser siempre escuchar y estar atenta. La Iglesia, como María, debe escuchar y acoger con fe lo que Dios le dice: en la Escritura, en los hermanos, en los sacramentos o en los acontecimientos de la historia.
María, Virgen orante, nos recuerda que todo el que ama tiene necesidad de relacionarse con el amado. Oramos porque nos sabemos en continua relación con Dios y en continua necesidad de pedir unos por otros (como María intercedió en Cana), o de dar gracias gozosamente (como en el canto del Magníficat), o de permanecer en el silencio del dolor (como María junto a la cruz).
María, Virgen Madre, prolonga de algún modo en la Iglesia su maternidad, es decir, su disponibilidad para poder ser cauce de vida, y no de muerte. Nos recuerda la «necesidad» que Dios tiene de nuestra colaboración para seguir «encarnándose» en nuestro mundo y en nuestra historia hoy y aquí. Nos recuerda también que nuestra fecundidad como Iglesia reside en estar abiertos a la obra del Espíritu Santo en nosotros.
María, Virgen oferente, recuerda a la Iglesia que no existe para ella misma. Nos invita a ofrecer (activamente) y a ofrecernos (pasivamente). Nos invita a presentar a Cristo, que es Luz para iluminar al mundo, pero también signo de contradicción, porque nada mejor podemos ofrecer a nuestros hermanos. Nos invita a hacer de nuestra vida un culto agradable, una ofrenda perpetua: hágase en mi según tu palabra.