En las letanías que los católicos con fervor dirigimos a nuestra Madre, invocamos a María como «estrella de la mañana». Esta invocación ha sido frecuente entre los poetas y predicadores. Acudían a María recordando esta imagen proverbial: en medio de la noche, o cuando se cierne sobre nosotros el peligro de «una tormenta perfecta»…, el creyente eleva sus ojos y su corazón errante a María, como una estrella que brilla en cielo, y para que con su luz nos oriente y nos guíe hasta la orilla firme del alba, hasta la tierra segura de la patria. La invocación posee, pues, reminiscencias ancladas en la tradiciones literarias y piadosas de nuestra historia.
Pero hoy nos detenemos en su trasfondo bíblico. La asociamos con el tiempo de Navidad. Cuenta el evangelio de Mateo que los magos de Oriente, vienen en busca de un rey que ha nacido. Aún no saben quién es; pero acuden siguiendo el rastro luminoso de una estrella; «pues hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle» (Mt 2,2).Todo el relato de Mateo gravita en torno a la estrella. De manera harto chocante la estrella se eclipsa cuando los magos llegan a Jerusalén, donde está el rey Herodes; pero luego, al abandonar aquéllos la gran ciudad, comienza a brillar y se posa encima de donde está el niño. Pero no un niño solo, sino siempre -tal como le gusta acentuar a Mateo- niño con su madre. Jesús está siempre con su Madre, María. La estrella, pues, se detiene y señala certeramente a Jesús, y, junto a él, a su madre. Tal es su función y cometido. La estrella es un símbolo con designación mesiánica y regia. La estrella indica que éste es el rey verdadero, a quien es preciso adorar, como rey y como Dios: Jesús, a cuyo lado -es preciso insistir en la precisión del evangelio-, está la reina madre, María.
Pero la Navidad no es sólo el recuerdo emocionado del «divino infante», sino la confesión de fe en un Dios que interviene poderosamente en la historia. Un Dios que se hizo carne, que nació, y que vivió entre nosotros, y que más tarde murió y resucitó. He aquí la clave. Jesucristo resucitado es la verdadera «estrella de la mañana, la brillante», tal como ha recalcado el libro del Apocalipsis (22,16), recogiendo una de las más hermosas atribuciones que Jesús hace de sí mismo.
Jesucristo es rey inmortal. Nació para ser rey y ya es perpetuamente rey merced al poder de su resurrección. La estrella lo señala. Junto a nuestro rey, está nuestra reina. María es reina por participación, es estrella que nos guía porque recibe toda su luz de este lucero o estrella que ya no conoce el ocaso, y es Jesucristo nuestro Señor (pregón pascual). Y el Señor también nos hace partícipes de su señorío y de su realeza. A fin de vivir ya todos nosotros, anclados en un hermoso día que amanece, como una blanca mañana, y que será eterno, pues no sufrirá la llegada de la fría noche ni la sombra de las oscuras tinieblas.