Evocamos aquella escena del evangelio cuando Jesús en plena actividad, inmerso en la enseñanza ue las parábolas, recibe la visita de su familia. El Señor acaba de explicar el sentido de la parábola de la semilla, esparcida por el sembrador; se ha referido a la desigual suerte que toca -pues siendo la semilla siempre germen de vida, depende de la bondad o no de la tierra. Entonces se presenta el grupo de sus familiares.
Mandan, pues, un recado de urgencia: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte». Jesús responde a esta solicitud con unas palabras no evasivas, sino iluminadores y universales: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). Jesús marca una distancia pero es para desprenderse de los lazos con que le atenaza la débil carne, es para unir con ataduras más firmes, irrompibles, los eslabones de la alianza a la Palabra de Dios. Jesús levanta la cabeza y mira con ojos abiertos a todos sus discípulos -de ayer y de hoy, también a nosotros, lectores de Iris de Paz-. Quiere crear una nueva familia, no establecida en los débiles cimientos de la carne y de la sangre, sino en otros fundamentos más sólidos. Él había hablado ya de una casa firme, con cimientos inquebrantables, resistente a la fuerza corrosiva del viento, inexpugnable frente al alud y las torrenteras. Y comentaba que se trataba de la casa de quienes escuchan la Palabra de Dios y la cumplen (Lc 6,47-49; Mt 7,24-27). Ésta es su casa, y ésta su verdadera familia: el grupo que se une por la escucha apasionada de la Palabra y por su fidelidad perseverante.
En esta casa no estamos solos, no nos sentimos huérfanos. No es una casa sin la luz de la bondad y sin la presencia de la ternura de una madre. María es la buena tierra, el hondo cimiento de nuestra casa, la que sostiene la familia entera: es fundamento que nos da estabilidad y sala de estar en donde gustosamente habitamos. Ella fue la primera que escuchó la Palabra y la cumplió. Supo cumplirla con tanta fidelidad que dio fruto, y ¡qué fruto tan admirable y de tanta novedad!
Por eso frente a aquel piropo con que una mujer del pueblo agasajó a Jesús, pues obsequiando a la madre halagaba también al hijo, el Señor responde que su madre no es dichosa porque fuera para él cobijo y alimento, no por ser el vientre que lo llevó y los pechos que lo alimentaron, sino que María fue su madre legítima -según el único criterio de legitimación que marca el evangelio- porque supo escuchar la Palabra de Dios y cumplirla (Lc 11,27-28).
He aquí nuestro rasgo de familia característico, nuestro aire común. María ya lo ha rubricado con su escucha y fidelidad a la Palabra ¿Quieres tú también, hijo de María, firmar con tu puño y letra, que perteneces de hecho al evangelio, a la familia y casa de Jesús y de María?