María , la llena de alegría y del Espíritu.

    Cuando alguien lee humildemente, abiertos de par en par los ojos y los oídos del corazón, el relato de la Anunciación del Ángel Gabriel a María (Le 1, 26-38), se queda sorprendido y entusiasmado. Es preciso acercarse a este pasaje del alma de María, aun después de haberlo hecho ya tantas veces, como si fuera ésta la primera vez; estrenándolo con una mirada nueva como contemplamos algo que es virgen y está recién hecho. ¡Cuántas notas hay recogidas en este diálogo de Gabriel y de María, en las palabras sobrias del evangelio de Lucas! Pero estas notas están dormidas. Habría que despertarlas, para que resonase una hermosísima melodía. No tenemos suficientes partituras aquí para permitir el arranque de tanta música. Bastará desplegar dos notas, como si fuesen las dos alas de una paloma, a fin de admirar su blanca belleza y sentir sus dulces gemidos.

Un ala se llama alegría; la otra el Espíritu Santo. Una encabeza el relato, la otra lo termina.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. La alegría es la primera palabra que el ángel dirige a María; pero no es una banal fórmula de cortesía, sino un verbo que realiza su designio. Significa que Dios quiere que -es una orden, un mandato, el imperativo khaire- que María se llene de alegría (Le 1, 28). También Pablo desde la cárcel y el abandono de los suyos, repetirá con admirable fuerza a los cristianos -asimismo, en imperativo-, que es preciso alegrarse en el Señor (Flp 4, 4). Lamentablemente en el rezo tan frecuente del avemaria, ya no invocamos con este gozoso saludo que el ángel dijo a Mana: "alégrate", sino con un desvaído "ave". El ave del avemaria, ya cansada y desgastada, ha extraviado su vuelo y ha olvidado su canto mesiánico. Apenas si quedan huellas de aquel inmenso júbilo con que los profetas del Antiguo Testamento (Sof 3, 4-18; Zac 2, 14…) anunciaban al pueblo de Dios las alegrías mesiánicas. El único consuelo que depara el repetir esta palabra es comprobar que se compone de las mismas letras que el nombre de la primera mujer, "Eva". Sabemos que en María acontece el feliz reverso de la historia. A aquella maldición con que Dios repudió el primer pecado de Adán y Eva, sucede ahora la bendición, la inmensa dicha Dios entra en la historia de la humanidad por una mujer, María, la nueva Eva, le abre la puerta, está dispuesta a acogerlo maternal-mente en sus entrañas; le ofrece su calor, su alma, su cuerpo.

María se llena de alegría, Dios está con ella. El Espíritu es la causa de la alegría que la inunda por completo. Sucede igual que a Jesús, cuando éste se alegraba, lo hacía en el Espíritu Santo (Le 10,21). María se convierte en una fuente de alegría desbordante, que se derrama y riega fecundamente a quien está a su lado, a quien ella roza. Su prima Isabel, la visitaba, reconoce que su hijo, Juan Bautista, se estremece dentro de su seno, da brincos de alegría porque el saludo de María, la llena de alegría, ha despertado a quien dormía y esperaba el amanecer del sol que nace de lo alto (Le 1,45; 1,78). Hemos de deplorar que los cristianos hayamos perdido no ya una palabra, sino un estado irradiante y una condición continua de vida, que cambia por completo la existencia. No es lo mismo vivir álumbrados por la luz de la alegría, que vegetar en las sombras grises de la tristeza y la pesadumbre y el aburrimiento. Qué pena la vida apenas vivida, qué rostros tan abrumados y hoscos, qué contradicción flagrante (ojalá fuera fragante, de buen olor que se comunica, pero no…) de muchos cristianos que decoran un espectáculo siniestro y pueblan una caravana fantasmal. ¿Qué saludo entregamos al mundo: "Buenos días, tristeza, o buenos días, alegría"? Para darnos la verdadera alegría, ha venido Jesús; para comunicarnos un derroche de alegría.

El ángel le asegura que será madre por el poder del Espíritu: "El Espíritu vendrá sobre ti y el poder -dynamis- del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Le 1, 35). Ya no se trata del Espíritu, como el agente que hace posible una función; el que capacita a alguien para desempeñar una actividad concreta: ejecutar una hazaña portentosa, dotar de una fuerza indomable (como a un juez, Sansón), o infundir una palabra reveladora (la voz de un profeta). El Espíritu que desciende sobre María es, absolutamente hablando, el poder creador de Dios, el principio de la vida. María es virgen, a saber, incapaz, impotente; no puede, por tanto, engendrar otro ser. El Espíritu Santo dentro de ella, hará amanecer en su seno virgen el don de la nueva vida; la volverá fecunda, fértil para que alumbre y dé a luz al Hijo de Dios, Jesús. Qué bien ha sabido cantar el pueblo este milagro conjunto del poder del Espíritu y de la fe de María, en el nacimiento de Jesús: "Dime niño, de quién eres / todo vestido de blanco. / Soy de la Virgen María / y del Espíritu Santo".

Es siempre este mismo Espíritu quien origina la vida de Dios en la historia de la salvación. El Espíritu que actúa en María, sigue trabajando en Jesús. San Pedro lo reconoce, cuando refiere en pocas y sustanciales palabras, la existencia de Jesús y precisa cuál era el móvil secreto de su actividad: "Dios consagró en el Espíritu y poder (dynamis) a Jesús de Nazaret (Hch 10, 37). Lo mismo puede decirse de la Iglesia. Jesús resucitado asegura a los Apóstoles: "Recibiréis el poder (dynamis) del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8). La historia de la Iglesia misionera, vista desde dentro y con los ojos penetrantes de la fe, no es sino la historia de la presencia del Espíritu que despliega su fuerza en la debilidad de los evangelizadores.

Sobre María, sobre Jesús, sobre la Iglesia…, entonces y ahora, en un horizonte universal e interminable.., el Espíritu sigue infundiendo su poder para "dinamizarnos" y convertirnos en testigos de la alegría de Dios en medio de un mundo triste y desolado. Es una inmensa suerte poder recordar a María en este año consagrado a la presencia del Espíritu Santo. Ella es ejemplo para saber recibir su fuerza, virgen orante para pedir que su Hijo le siga derramado en la Iglesia y el mundo, y madre fecunda para engendrar con el Espíritu, dentro de nosotros, la imagen viva del Hijo.