Algunos perspicaces escritores nos han dado un toque de atención para que sepamos ver lo que tenemos delante de los ojos y no vemos. Un cuento oriental nos transmite la orden de un maestro a su discípulo: «Tráeme un gato negro con la cola blanca». El discípulo salió en busca del raro ejemplar con el fin de cumplir la orden de su maestro que le ayudaba siempre a encontrar la iluminación ansiada. Vio muchos gatos: negros, blancos, pardos, pero ninguno negro y con la cola blanca. Al cabo de varios días volvió cabizbajo para confesar su fracaso. El maestro, mientras le escuchaba, llamó a su minino que rezongando saltó a su regazo. Y empezó el maestro a acariciar el espinazo del animal y siguió con la mano hasta la cola. Entonces, la mirada del discípulo que estaba fija y avergonzada en el rostro de su maestro se posó en el gato. Era un gato negro con la cola blanca. El mismo gato que había visto más de mil veces, pero que, en realidad, nunca había visto. Y dicen que el discípulo aprendió la lección.
Creo que uno de los textos evangélicos que suele pasar desapercibido en nuestras lecturas es el que habla del ciento por uno prometido por Cristo a quienes lo den todo. El pasaje con ligeras variantes está recogido en los tres sinópticos: en el capítulo 10 de S. Marcos, en el 19 de S. Mateo y en el 18 de S. Lucas. Este ciento por uno que se promete es, como concreta Marcos, «ya en este mundo».
El excelente exegeta Joseph Schmid en su comentario al evangelio de Marcos nos ayuda a saber mirar con detalle. En primer lugar, el motivo de la renuncia es doble: «por mí» y «por la Buena Noticia».
En segundo lugar, la recompensa prometida también es doble: Una compensación centuplicada de los bienes abandonados en este mundo y la vida eterna en el futuro.
Resulta sorprendente que en un contexto de desprendimiento radical como el que se nos da en la escena del joven rico, Jesús prometa la compensación del ciento por uno de los bienes terrenos sacrificados.
Schmid, junto a otros intérpretes, deducen que, como no puede haber contradicción en el pensamiento de Jesús, estos bienes centuplicados se refieren a que esos corazones generosos que lo dejan todo por Jesús y su causa recibirán, no cien veces más de lo mismo, sino una realidad cien mil veces más valiosa.
Lo que éstos discípulos desprendidos recibirán siempre es una nueva relación con los bienes de la tierra. Es asumir una jerarquía de valores desde la perspectiva de su unión con Dios.
Las gafas de R. Tagore
El célebre poeta de la India, siendo niño, tuvo una experiencia que le sirvió para superar la anécdota y explicar muchas cosas de la vida.
Tenía un defecto en la vista que le hacía observar las cosas sin precisión y de manera borrosa. Pero creía que todos veían igual. Convencido de esto vivió durante años hasta que, ya adolescente, uno de sus amigos se puso gafas y jugando, quiso él ponerse ese curioso aparato. Y ocurrió el milagro. Por primera vez vio con precisión y distinguió los colores. Cuenta el poeta que se le sobrepusieron dos sentimientos. Uno de ellos de gran alegría por el mundo nuevo que aparecía ante sus ojos y otro de indignación contra sí mismo por el tiempo que tuvo sus ojos limitados.
La lección –como si se tratara de una parábola- era la siguiente: mis ojos, aunque yo no lo sepa, son imperfectos y débiles para ver la realidad del mundo. Segundo, las gafas son la fe. Hay una palabra en el idioma sanscrito que describe el papel de la visión religiosa en la vida del hombre. Traducida la palabra «divyachakshu», vendría a ser, algo así como «ojo divino». Es decir, una visión nueva, desde un ángulo distinto, una persepectiva desde el evangelio…
Pero para poder tener esas gafas es preciso un desasimiento que facilita una nueva relación con los bienes de la tierra. Una relación que ya no es posesiva, ni egoísta, que aleja de las competencias y los dramas de repartos materiales.
El ciento por uno es, precisamente, esa gracia que se concede a los que han dejado todo y, paradójicamente, se encuentran con todo. Un distanciamiento del ansia de posesión que le hace descubrir sabores nuevos. Así los sintió el maestro Fray Luis de León cuando poéticamante describe:
la del que huye del mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido.»
¿Es una utopía inalcanzable?
Es una utopía inalcanzable para los espíritus con ansia de dominio, de poseer. Pero alcanzable para los discípulos que quieren seguir de cerca al que «no se aferró a su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango…»
Ejemplos los tenemos a centenares si sabemos ver. Pero hay en la historia ejemplos que dañan nuestra vista miope por su resplandor: Francisco de Asís lo deja todo. Incluso sus antiguos vestidos. Y es que había encontrado una fuerza, una ayuda y un consuelo más profundo. Este «poverello» es acogido en todas partes y enriquecido con una multitud de hermanos y hermanas que se sentían felices de tenerlo cerca. Aún más. Suyas eran las criaturas: «El hermano sol, bello en su esplendor; la hermana luna de blanca luz menor. Y las estrellas claras tan limpias, tan hermosas. La hermana agua, preciosa en su candor. El hermano fuego, fuerte, hermoso. Y la hermana madre tierra que da en toda ocasión las flores de color.».
Sólo un corazón libre como el de Francisco podía entonar este cántico a las criaturas.
¿Y podíamos contar los céntuplos, los millones de céntuplos recibidos por la Madre Teresa de Calcuta? El céntuplo primerísimo de la alegría: «La Virgen es la fuente de nuestra alegría, y nosotros queremos ser para ella, causa de alegría. ¿Qué van a llevar mis hermanas a los pobres si no les llevan alegría?» Pobre, ciertamente, pero recibida como una reina por los jefes de estado. Ella, a cambio de los honores, les dejaba, como al alcalde de Nueva York, una tarjeta de visita: «El fruto del silencio es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el compromiso. El fruto del compromiso es el amor a los hermanos.»
El hermano Carlo Carretto cuando estaba en el apogeo de su actividad apostólica sintió la llamada de Jesús con fuerza inusitada: «Te quiero a ti, no quiero tus actividades». Y Carlo lo dejó todo y se marchó al desierto para estar con Él. Y después de haber dejado todo y a todos se multilicaron como hormigas los discípulos del «hermanito de Jesús».
Volvió a Italia y centró en la casa de oración de Spello su enseñanza. Yo he estado allí. Es una casa con todas las puertas abiertas. Con los libros encima de la salita de estar. Un cestillo con las liras de la contribución a los gastos. Todo abierto. Y a Carlo le crecieron los amigos y los hermanos que le reclamaban en todo el mundo. Y durante su enfermedad, todos querían cuidarlo en sus casas. Carlo dejó una casa, pero le nacieron cien mil. Así se cumplió el evangelio: «Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia recibirá en el tiempo presente cien mil veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque con persecuciones, y en el mundo futuro, la vida eterna.» (Mc 10, 29-30)
María, plenitud de esta utopía
La doncella humilde de Nazareth tiene también un momento en su vida en el que se le pide algo más que el dejarlo todo. Se le pide que se dé a sí misma por completo. Y María dijo que sí, que allí estaba la esclava del Señor dispuesta a cumplir la voluntad divina: «Hágase en mí lo que dices». Y desde entonces, su libertad estaba prendida de la voluntad del Padre. Más tarde llegaría a dejar, en gesto de máxima radicalidad, a su propio hijo. Jesús, por su parte, al pie de la cruz, le entrega a Juan. Él representa a todos los millones y millones de redimidos por Jesús a través de los tiempos.
Pero sin duda, ya en este mundo, empezó a sentir la promesa. Juan la recibió en su casa «como lo más querido». Y junto a él, toda la naciente Iglesia que se aglutinaba junto a María la Madre de Jesús.
No hemos meditado quizá suficientemente lo que significó para María pasar los últimos años de su vida con Juan. Podemos, -como nos enseñan los maestros espirituales- imaginar lo que está implícito en la Sagrada Escritura.
El Cardenal Ratzinger en su libro «La sal de la tierra» dice: «Hay que saber que la lectura de la Biblia deja siempre algo a cada uno de sus lectores y que ésta está escrita para los más sencillos. En el seno de la Teología de la Liberación se ha originado un movimiento que habla de su interpretación popular, y yo estoy de acuerdo con eso.» (pag 291).
Así, también nosotros podemos atrevernos a navegar en el mar de las experiencias del privilegiado discípulo. Pensar lo que significó tener en su casa a María. Rezar con ella, comer con ella, celebrar la Fracción del Pan en presencia de la madre del que ahora se hacía presente en el Sacramento.
Como escribe Orígenes en su comentario al cuarto evangelio: «Entre todos los evangelios pertenece el primer puesto al que escribió Juan. Mas nadie puede captar su sentido a no ser que se haya reclinado sobre el pecho de Jesús y haya, asímismo, aceptado de Jesús a María como madre suya. Y a fin de ser otro “Juan”, es preciso que se convierta –lo mismo que Juan- en uno en quien pueda ser designado por Jesús como si fuera el mismo Jesús».
El listón lo pone Orígenes muy alto, pero la Virgen acoge a multitud de hijos que, con muchas imperfecciones, la quieren y la reciben en su casa. La lista se inicia ya con los primeros discípulos que empezaron a sentir los rasgos de ternura maternos en Cafarnaún, al volver de Caná, hasta nuestros días, hasta el momento en que estás leyendo estas líneas.
Escribe el mariólogo R. Laurentín: «También hubo intercambio espiritual en la primitiva comunidad de Jerusalén… Además, su ciento por uno sería, sin duda, el ser acogida en las comunidades cristianas. No fue un céntuplo de gloria terrestre. Fue un céntuplo de frutos para los demás y la salvación del mundo… Este céntuplo se irradiaba en su relación benévola, paciente y misericordiosa con los hombres y con el mundo. De nuevo es aquí María, al mismo tiempo, cumbre y paradigma, modelo del ciento por uno prometido a los cristianos. Su ciento por uno es su posteridad, mayor aún que la de Abrahán.»
Y paradógicamente sienten esta nostalgia de la madre, los que han querido alejarse y no recibirla en su casa. Escribe la luterana Basilea Schlink: «Leyendo a Lutero que hasta el final de su vida honró a María.., cantó cada día el Magníficat, se siente cuánto nos hemos alejado de la recta actitud hacia ella. El racionalismo que admite solamente lo que puede comprender con la razón ha barrido de las Iglesias Evangelistas las fiestas de María… Si Lutero con esta frase. “Después de Cristo es la más preciosa joya de la cristiandad, nunca suficientemente alabada”, nos inculca esta alabanza, yo debo confesar que estoy entre aquellos que durante muchos años de su vida no lo han hecho, eludiendo así la Escritura: “En adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. Yo no estaba entre estas generaciones.»
Sugerencias finales
Brevísimamente: Intenta parecerte a Juan. Vivir hora a hora en su presencia. Sintiendo ser un grano de ese ciento, cien millones de millones, que Jesús le ha dado a María. Pide a María que te deje ver desde su perspectiva. Ver con detalle, hasta los matices. Y pregunta: ¿cómo ve esta situación, este compromiso, este trabajo por la causa de Jesús, María de Nazareth, mi madre?