María y la rutina diaria

22 de octubre de 2008
Últimamente, los días pasan por mis manos llenos de tantas tareas y responsabilidades que apenas me dejan tiempo para pensar. Huyen las horas y casi me resulta imposible vislumbrar un atisbo de lo que voy dejando a mi espalda. Parece que ayer fue el año pasado, que la semana pasada tenía diez años menos. Y tengo la impresión de que es la vida la que pasa por mí y no yo quien pasa por la vida.

Siempre… lo de siempre

Cuando me detengo a pensar en lo que llena mis horas, encuentro las mismas tareas repetitivas de siempre, los mismos madrugones, las mismas comidas, las mismas caras una y otra vez. Mi alma sueña con los cambios, con las novedades, con las grandes satisfacciones de las heroicas tareas que mis días me niegan.

Me pregunto si María tuvo esos pensamientos, esas dudas, y estoy casi seguro de que no fue así. Su vida fue tan rutinaria como la de cualquier madre dedicada a su hogar: cocinar, limpiar, cuidar. Y, sin embargo, no importa cuántos años ni cuántos esfuerzos se le fueron en la rutina de cada día, ella siguió en su sitio, en su trabajo, en su misión, con la misma humildad con que acogió las palabras del ángel, con el mismo amor que cualquier madre volcada en sus hijos (bueno, el tamaño de su amor tenía otra medida), ¿Le pesarían los ojos algunas mañanas al despertar? Por supuesto. ¿Le dolerían los brazos algunas noches al acostarse? Sin duda alguna. ¿Se dejaría vencer por esos tropezones de la vida ordinaria? Pues no; seguro que no. Si se mantuvo firme al pie de la cruz, ¿cómo iba a desmoronarse ante esas dificultades que se presentan en el curso de la vida corriente?

Jamás vencida por el desaliento

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Como en cada aspecto de mi vida, hasta en lo más insignificante, María se alza como faro que ilumina los caminos por los que debemos avanzar. Ella se afrontó una vida semejante a la nuestra, tuvo que lidiar con los mismos problemas que a nosotros nos surgen. Sintió el cansancio, el dolor, la rutina al igual que cada persona, pero no me imagino a la Madre de Dios siendo víctima del desaliento.

Hay jornadas en las que vemos a algún hermano caer impotente bajo el peso de la rutina. Debemos ser entonces las manos de María, levantando a Jesús cuando aprendía a caminar, ayudándole a enfrentarse a cada tropiezo, siendo la protección materna para cualquiera que lo necesite. Sobre todo, aprendiendo a leer en clave evangélica cualquier acontecimiento por cansino que pueda parecer.

Hay jornadas en las que el peso del hastío nos fatiga más que en otras, en que somos más proclives a desmoralizarnos. Es importante que en esos días recordemos que no estamos solos. Muchos han atravesado el mismo difícil camino; María fue una de ellos. Pero no una cualquiera. Ella nos brinda su apoyo y fortaleza con su testimonio, con su recuerdo, con su presencia cercana.
 
Como un faro luminoso

Y. cuando no haya nadie que nos ayude a continuar, cuando el cansancio nos haga una mella más profunda, debemos mirar al futuro con la esperanza y la fe de María, que conocía a su hijo y creía en él antes de que se revelara al mundo. Debemos recordar que la rutina pasará, como siempre pasa, abandonar el abatimiento como la Virgen y los apóstoles lo hicieron y salir al mundo.

Hay un tipo de rutina distinto al desaliento, una rutina que no llena el alma de cansancio ni llena los ojos de telarañas. Existe la rutina alegre del que se levanta cada día y sabe que será igual que los demás y. por ello, será maravilloso. Es la costumbre del que siente hace algo útil con su vida y atesora cada momento y cada persona no como uno más sino como algo único. Es la inercia del que se da a los demás como se dio Jesús al mundo, como se dio Mana a Dios Es la fuerza de vida que hace que el cansancio desaparezca. Porque el cansancio y la apatía son los verdaderos riesgos. La costumbre nacida de Dios como la de María, produce gozo es motivo de agradecimiento.