Marta

«Tampoco es un crimen, chica. Acabas de fregar, barres la cocina, te calientas un poco de café y te sientas un ratito a ver la tele. Si no, dime tú qué tiempo le queda a una. Luego, en seguida vienen los niños y ya me dirás». Aunque han subido un poco las llamadas urbanas, a Marta le encanta atarse al teléfono de vez en cuando. Es un desahogo. «Pero si es casi el único lujo que me permito». Por la mañana se levanta la primera de la casa. Por la noche es la última en acostarse. «Sí, claro que podrían prepararse ellos el desayuno, pero, total, una vez que te pones, da igual dos que cuatro».

Su marido le dice que anda acelerada, que parece que no puede estarse un rato quieta. «Si no es que no quiera, Julio, pero echa cuentas: cuando os vais tengo que arreglar la casa, hacer el mercado, preparar la comida; que bien que te gusta encontrar tu platito caliente a la una y media». No es sólo eso. ¿Se pone mala la abuela Pepa? Allí está Marta limpiándole la habitación y trayéndole de la farmacia lo que le ha recetado el médico. Qué menos que echar una mano para barrer la iglesia los viernes por la tarde. Total, es una hora, y no abundan mucho las voluntarias. Y menos todavía los voluntarios. Pedro, el cura, le ha dicho que si se podría hospedar en su casa un misionero que va a pasar unos días en la parroquia. «Hombre, eso ni se pregunta, Pedro. Ya sabes que puedes contar con nosotros cuando quieras». A la reunión de los jueves falta alguna vez, es verdad. Le tira más acompañar a Mari Carmen en el despacho de Cáritas y charlar un rato con la gente. «Te encuentras con cada caso, que no veas». No es que no le gusten las reuniones, pero no le va mucho eso de estar sentada hora y media. Y luego, lo de leer un tema y tal, le resulta un poco rollo, las cosas como son. «Yo no digo que no sea necesario, entiéndeme, pero a mí me parece que la religión es querer a la gente y echar una mano».

Hoy está teniendo un día tonto. Se ha mirado al espejo y ha caído en la cuenta de que las patas de gallo se empiezan a notar bastante. No es que tenga envidia de la Schiffer, pero a Marta también le gusta cuidarse un poco. No comprendió bien qué quiso decir el otro día Pedro con eso de que una sola cosa es necesaria. «Me parece que iba por mí. No lo entiendo. Una hace lo que puede y encima te vienen con esas. Sí, ya sé que no fue un reproche, pero una tiene su corazoncito». A Marta se le escapa una lágrima. Se le escapa porque es uno de los pocos momentos en que se le puede escapar. Está sola. Si no, no se lo permitiría. Sus ojos son ahora como dos lagos de Genesaret surcados por la barca diminuta del Maestro. A través de su lágrima salada Marta divisa el rostro sereno de Jesús. Y entonces, como si hubiera estado años deseando que llegase este momento, se deshace un poco: «Yo también te quiero. No creas que porque ando de un sitio para otro me olvido de ti. No sé si te lo he dicho alguna vez así de claro, pero todo lo que hago lo hago por ti. Si te soy sincera, a veces tengo un poco de envidia de mi hermana María, la que se fue al convento, pero yo soy como soy. No puedo ver una necesidad y quedarme con los brazos cruzados».

Por la ventana del salón se ven los tejados rojizos. A esta hora apenas llegan los ruidos de la calle. «Parece que no, pero una se siente ahora más tranquila. Si es que hablo con todos, pero, al final, no puedo hablar a fondo con nadie». Las lágrimas han embellecido su rostro. Julio, que no anda muy suelto para los detalles, lo nota enseguida cuando vuelve del trabajo. «Estás preciosa, Marta». «Guapa que es una. A ver si sólo las de la tele van a tener derecho». Mañana se multiplicarán de nuevo los compromisos. Marta no los anota en la agenda. No es una ejecutiva. Los lleva todos en el corazón. Volverá a preguntarle al carnicero a cuánto está la paleta de cordero. Le dirá a Pepa que la encuentra mucho mejor que el otro día. Pero todo será distinto. «Sí, creo que Jesús me ha sonreído a través de la lágrima».