La Cuaresma es tiempo de oración, de abrirnos a las mociones consoladoras del Espíritu, que, como lluvia suave, empapan la tierra endurecida de nuestro corazón y la hacen germinar en alabanza, reconocimiento, súplicas, bendición, acción de gracias. Así nos lo enseña Jesús hoy en el Evangelio al dejarnos el tesoro de la oración del “Padre Nuestro”.
La oración cristiana se puede definir como una relación. Toda relación depende de quienes se encuentren en ella. En el caso de la relación creyente, a la que nos invita el Maestro, se establece un encuentro entre el Tú, que es el Señor, y el yo de cada ser humano, de cada uno de nosotros.
Es muy importante liberar la relación orante cristiana de todo deísmo, es decir de toda proyección subjetiva, dominativa o temerosa, para que sea en verdad la recepción del Otro, tal como Él desea comunicarse. Y nos lo ha dicho en Jesús.
Para orar según la enseñaza de Jesús en el Evangelio, es necesario abrirse a la revelación que Dios ha hecho de Sí mismo a través de su propio Hijo, para así no caer en el riesgo de tratar con un tú imaginado, o de manera ensimismada, egocéntrica, con un dios fabricado a nuestra medida.
El orante cristiano tiene la certeza de que es Dios mismo quien desea entablar la relación con su criatura. De Él parte la opción de encontrarse con nosotros. Este principio es el que nos permite la mayor esperanza de ser recibidos y escuchados por el Señor, porque es Él quien quiere hablarnos al corazón.
En la plenitud del tiempo, Dios se nos ha manifestado en su Hijo. Jesús, el Hijo de Dios, nos ha enseñado cómo tratar con su Padre: “Cuando oréis, decid: “Padre Nuestro”. Por esta relación filial, por gracia, todo cambia de sentido. Dios es amor entrañable. Los cristianos somos el grupo de los que invocan a Dios como Padre, a Jesús como Hermano, porque dejamos balbucear al Espíritu Santo en nuestro propio interior la relación amorosa filial, fraterna, enamorada. Así no da miedo decir: “Hágase tu voluntad”.