Una nueva figura bíblica, la serpiente de bronce, levantada en alto por Moisés, que cura a quien la mira, se convierte, a la luz de los acontecimientos de la Pasión de Cristo, en profecía.
El mismo texto evangélico, escogido por la Liturgia, en el que Jesús anuncia que será también levantado en alto, puesto en paralelo con el pasaje del libro de los Números, nos sirve la mejor confirmación de la exégesis profética.
La serpiente aparece al inicio de los relatos de la Creación, como imagen del Tentador. Ser víctima de la serpiente significa haber sucumbido por desobediencia, idolatría, desafección y desamor para con Dios, y para con sus mediaciones. En la primera lectura, el pueblo habla contra Dios y contra Moisés. En el Evangelio, los fariseos pensaron mal de Jesús; ambos grupos caen en pecado.
En el relato veterotestamentario, Moisés, criticado por su pueblo, se convierte sorprendentemente en intercesor ante Dios, pidiéndole que tenga misericordia de su pueblo; imagen de Jesucristo, quien en el árbol de la cruz, reza por los mismos que lo crucifican.
Frente a una situación de pecado, la solución es volver a Dios humildes, elevar los ojos hacia la serpiente levantada, hacia la Cruz, y comprender lo que significa que donde estuvo la razón de muerte y de pecado, se nos ofrece el perdón y la vida. San Pablo dirá que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.”
Muchas veces nuestras propias heridas se convierten en llamada para volver al Señor. Si cuando no podemos más y nos sentimos derrotados, comiendo el polvo de nuestro orgullo y prepotencia, en vez de emanciparnos autojustificados, o de hundirnos desesperanzados, acudimos a la intercesión, a la solicitud del perdón, descubriremos la paradoja más restauradora: en el límite de las fuerzas, acontece la experiencia de la salvación.
Por la oración que nos ofrece el salmista -“Hemos pecado hablando contra el Señor”-, en la que se reconoce la debilidad, se obtiene el perdón. Y se nos dicta la expresión más adecuada: “Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti” (Sal 101).
Jesús, una vez más, nos da el testimonio de que la fuerza le viene de Quien le ha enviado; por el encuentro con Él en la oración se aviva nuestra esperanza y quedamos libres de nuestras culpas.