Escojo el aforismo de hoy, que es además una idea transversal de toda la Biblia, del texto evangélico: “El que se enaltece será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc 18,14).
A poca memoria que mantengas de otros pasajes bíblicos, seguro que ya te ha venido a la mente el canto de María: “El poderoso ha mirado la humillación de su esclava”. “El Señor derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1, 46-55).
Los que se creen fuertes, perfectos, invulnerables, cumplidores de la ley, primogénitos, fértiles, ricos, poderosos, a éstos no los escoge Dios para llevar a cabo su obra. En cambio, según las Sagradas Escrituras, los segundones, los pequeños, los olvidados, los que a los ojos de los hombres son desechados, entran en la economía de Dios para llevar a buen puerto la Historia de Salvación, para que así se vea mejor que la obra es suya.
Nuestro natural busca el halago, el reconocimiento, el renombre, la fama, la distinción. Los perfectos han sido siempre personas sencillas, humildes, y si han ocupado puestos de relevancia, lo han hecho siempre como servicio.
Hoy tenemos ante nosotros una llamada evangélica, la que Jesús nos reveló en su propia opción de hacerse como “un hombre cualquiera”. Él, que era el primogénito de Dios, no hizo alarde de su categoría, “al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6-11).
El pequeño David venció a Goliat. La mujer pagana, cananea, respondió como ningún creyente: “Señor, hasta los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de su señor” (Mt 15,27). Y Jesús, admirado, dijo. “Qué grande es tu fe”. El publicano, que se sentía pecador, y no se atrevía a levantar la cabeza, fue escuchado, mientras que el fariseo, orgulloso de sí mismo, no salió justificado.
Repítete muchas veces el aforismo evangélico, porque nuestra naturaleza nos pide lo contrario: “El que se enaltece será humillado y el que se humilla será ensalzado”.