y no puede trabajar, los negros que sufren
hambre y que viven en situaciones inhumanas…”
Querido Fray Escoba:
Tenía que ser Juan XXIII quien te proclamara santo. Tenía que ser un hombre de tu talante humano y evangélico quien ofreciera a la Iglesia el testimonio de esa vida tuya rebosante de caridad, siempre atenta al servicio de los más pobres. Hoy te podemos hablar así porque sabes -mejor aún que en aquellos años de tu vida terrena- que tu misma canonización era, más que una exaltación de tus virtudes, un reconocimiento a la acción gratuita del Espíritu Santo.
Por fortuna, nunca fuiste un personaje importante. En los libros litúrgicos figuras siempre como San Martín de Porres, pero la gente, el pueblo llano, prefiere llamarte Fray Escoba, un título con el que, sin duda, te sientes mucho más cómodo. ¿Qué impresión te produjo ver tu efigie aquel 5 de mayo de 1962 en la Gloria de Bernini? ¿Qué broma te permitiste gastar aquel día a la corte celestial ante los elogios que te dedicaba el ‘Papa bueno’ 323 años después de tu muerte?
Tú nunca te entretuviste en ‘evaluar’ lo que ibas haciendo, pero había quienes lo guardaban en el corazón, y nuestro buen Papa supo condensarlo en estas palabras que proclamó Urbi et orbi, es decir, a los cuatro vientos, aquel día de primavera: “Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido de que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos”. Y todavía el querido Papa Juan se recreaba ejemplificando: “Procuraba comida, vestido y medicina a los pobres, en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de ‘Martín de la caridad’ ".
Eras un misionero de los que no dicen misa ni se suben al púlpito como tus hermanos Predicadores, pero anuncian continuamente la buena noticia a los pobres con la sonrisa, con las manos ungidas de caridad, con la entrega humilde y continuada a cualquiera que necesitara de tu ayuda. Más que los prodigios relatados por tus biógrafos o transmitidos por la leyenda, conmueve repasar la lista de las personas a quienes ayudabas cada semana o cada mes: “los huérfanos que perdieron su casa y su padre el año pasado, el paralítico que no puede valerse por sí mismo, las viudas, especialmente si tienen hijos pequeños, aquel que perdió la mano en accidente y no puede trabajar, los negros que sufren hambre y que viven en situaciones inhumanas…”.
Se cuenta cómo servías de rodillas a los religiosos enfermos de aquella imponente comunidad del Rosario -200 frailes-, estando atento a todos los detalles: asistiéndolos de noche a sus cabeceras, levantándolos, acostándolos…, “todo con un corazón de ángel”, según testimonio de fray Cristóbal de san Juan. Parece inevitable que un residente pierda un mal día la paciencia y salte sin previo aviso: “Ya es hora, perro mulato”. El nuevo título te hace gracia. La sonrisa con que lo agradeces sirve para desarmar a cualquiera, sobre todo cuando comprueba que en delante te lo aplicas tú mismo con humor como disculpa por tus inevitables retrasos.
Luego aumenta el aluvión de desheredados y de enfermos a quienes socorres, vendas, desinfectas y catequizas, todo a la vez, y hasta ingresas a algunos en las dependencias interiores del convento. Te lo advierten y cumples la obediencia, pero cuando llega uno malherido y desahuciado, no dudas en introducirlo en la casa. Eso sí, cuando el Provincial te llama al orden, te limitas a contestar humildemente: “Perdone su paternidad mi desatino; pensaba yo que la santa caridad tenía todas las puertas abiertas”. ¿Qué iba a decirte el superior? Que tenías razón, que ese criterio no tenía vuelta de hoja.
Tú, querido Martín de la caridad, y tantos como tú, lograsteis lo que cuenta Lucas en su evangelio: que Jesús, lleno de júbilo en el Espíritu Santo, exclamara: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!” (Lc 10, 21-24).
Por eso, la noticia de tu enfermedad y de tu muerte arrancó tantas lágrimas. Por eso, en fin, tanta gente sencilla sigue acudiendo a ti para contarte sus problemas, convencida de que tu solicitud no disminuye, de que sigues siendo un buen valedor; y necesitan repetirte insistentemente: “Fray Martín, hermano, ruega a Dios por nosotros”.
Espero que el firmante y los lectores de esta carta abierta tengan también un hueco en tu lista.