Ya en los primeros siglos del cristianismo pasó a designar el testimonio supremo de la fe y del amor; dar la vida por Jesucristo y el Evangelio, siguiendo los pasos e identificándose con el Mártir por excelencia.
La Iglesia, que si es fiel siempre será perseguida y martirizada, tiene en muy alta estima y veneración a los mártires, modelos y testimonios de la coherencia absoluta de la fe.
Su muerte violenta pone en evidencia ese mundo de pecado e injusticia que se opone al Reino y a sus opciones fundamentales, que elimina a los testigos bajo la acusación no tanto de ser cristianos, cuanto de subvertir el orden establecido.
No siempre la muerte es clara o directa; puede presentarse como «desaparición» o ser consecuencia de condiciones inhumanas de privación o sufrimiento. A veces ni siquiera se llega a la muerte: hay otros métodos para destruir la vida.
En los mártires el Espíritu muestra la «fuerza en la debilidad», a la vez que provoca y anima a un seguimiento de Cristo siempre más decidido y coherente.