La siempre virgen
Hoy nos detenemos en el aspecto de la virginidad. Quedó apuntado en el otro número que el apelativo “la Virgen” está muy difundido. Y lo ha estado siempre. Sea o no verdad que en Oriente se designe hoy a María más con el título de Theotókos que con el de “la Virgen”, lo cierto es que en los escritos patrísticos figura tres veces más la palabra “Virgen” que la locución “Madre de Dios”.
Importa también atender al rango de esta doctrina. De san Agustín es la máxima que reza: «En lo necesario, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad». Sobre la virginidad de María declara el mismo santo en un bello y significativo texto: «Nunca vimos el rostro de la virgen María […]. Salva, pues, la integridad de nuestra fe, podemos decir: “Quizá tuviera estas o aquellas facciones”; pero nadie, sin naufragar en sus creencias cristianas, puede decir: “Quizá Cristo haya nacido de una virgen”» (De Trinitate, 8, 7). De hecho, esta nota mariana figura ya en antiguos credos cristianos.
La tradición ha afirmado una triple virginidad de María. La primera se refiere a la concepción virginal de Jesús (es decir, sin concurso de varón); la segunda, al modo singular de su nacimiento; la tercera, a la virginidad perpetua de María, que, al igual que no tuvo reladones íntimas con José antes de concebir a su Hijo, tampoco las tuvo después de alumbrarlo. En cada caso reviste una significación teológico-espiritual distinta. Esta creencia en la triple virginidad de María se ha plasmado en iconos que representan el velo de María con tres estrellas: una sobre la frente, otra sobre el hombro izquierdo y otra sobre el derecho.
¿Por qué afirma la Iglesia esta doctrina? ¿Por considerar que el matrimonio y la unión íntima de los esposos son inmorales? No; de hecho, la Iglesia antigua tuvo que defender con mucha energía en varias ocasiones la dignidad del matrimonio y de la vida conyugal; y todos sabían, además, que María estuvo desposada y contrajo matrimonio con José. ¿Sostiene la Iglesia esta doctrina por pensar que la vida en virginidad es superior a la conyugal? Que se da una jerarquía entre los dos estados de vida ha sido durante siglos el sentir común, pero no es ese el fundamento de la creencia en la virginidad de María. Esta creencia obedece a la voluntad de preservar el testimonio de la tradición eclesial. Aquí consideramos sobre todo la virginidad antes del parto, por su especial relación con la maternidad divina.
La concepción virginal de Jesús
La tradición se remonta a los relatos de Mateo (Mt 1,17-25) y Lucas (Le 1,26-38) y a sus fuentes orales. Nos centramos en Mateo, cuyo evangelio arranca con la genealogía de Jesús, descendiente de David. Extrañamente, cuando el evangelista llega a José en la nómina del linaje davídico, no cierra su monótona letanía con un “José engendró a Jesús, llamado Cristo”. La cadena se rompe j Listo en ese último eslabón, donde aparece una inesperada torsión narrativa: Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 11,17). Y luego refiere el evangelista que, antes de que los esposos vivieran juntos, «resultó que María esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo» (Mt 11,18). Se han propuesto dos teorías sobre el pensamiento y decisión de José ante este hecho: la teoría de la sospecha (María ha sido infiel) y la de la reverencia (José, sabedor de la intervención extraordinaria de Dios, se retira para no interferir en sus designios). Él asumirá la función de padre legal y no conocerá a su mujer (Mt 1,24-25).
Las tradiciones de Mateo y de Lucas sobre la infancia de Jesús son independientes entre sí, pero coinciden en este punto de la concepción virginal. Y no hay razones de tipo cultural que los movieran a inventarla. No hay razones internas al judaísmo: este apreciaba grandemente el matrimonio y sentía más bien aversión a la virginidad; tampoco hay influencias externas, pues el evangelio de Mateo se escribe en un medio judeocristiano, refractario a influjos del paganismo y alérgico a sus mitos. Añadamos que el texto de Isaías 7,14 («he aquí que la virgen concebirá…»), citado por Mateo como profecía del nacimiento virginal del Dios-con-nosotros, no se refería en su original hebreo a una madre virgen, sino a una esposa joven; no es Mateo quien ajusta su relato a Isaías, sino, a la inversa, adapta el pasaje de Isaías al acontecimiento que narra.
Algunos señalan también, como base bíblica, un texto del Prólogo de Juan, que dice: los que recibieron la Palabra «no nacieron de la sangre, ni por deseo de la carne ni por deseo de varón, sino que nacieron de Dios» (Jn 1,12-13). Pero varios manuscritos, y testimonios patrísticos muy antiguos y de diversas áreas del cristianismo primitivo, leen este texto en singular, referido a Jesús mismo («no nació»); grupos elitistas habrían desfigurado el texto o su sentido, refiriéndolos a su propia regeneración espiritual.
Asentado el hecho, la teología indaga su porqué, pues comprender el porqué ayuda a acoger más a fondo el anuncio del hecho. Dicho brevemente, la concepción virginal viene a significar: este niño no es fruto de la historia humana, trasciende por completo sus posibilidades; es don único de Dios que desborda el don y mandato de procrear, es nueva “creación” por el poder del Espíritu, es comienzo de la humanidad nueva, del pueblo de la Nueva Alianza.
Virginidad en el parto y virginidad perpetua
De la virginidad en el parto dice el Vaticano II con lenguaje recatado: el nacimiento de su primogénito, lejos de menoscabar la integridad de María, la consagró (LG 57); y la liturgia afirma: «permaneciendo [María! en la gloria de su virginidad, derramó la luz eterna». La virginidad perpetua significa la entrega total, en cuerpo y alma, de María a Jesús y a su misión y prefigura su maternidad espiritual universal. Los “hermanos de Jesús” de que hablan los evangelios serían probablemente parientes suyos.
Artículo extraído de la revista "Iris de Paz"