En varias secciones de la exhortación del papa Francisco a las familias, se menciona al matrimonio como una vocación y la necesidad de que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad que esto significa. Empecemos por aclarar ¿qué significa vocación?
Esta palabra proviene del latín vocatio, que se deriva, a su vez, del verbo vocare ‘llamar’, vocablo originado en una raíz indoeuropea de la cual provienen también palabas como voz, evocar, invocar y provocar.
Complementemos esta noción con lo que señala el Diccionario de la Lengua Española al decir que la vocación es la inclinación de una persona hacia una profesión, una forma de vida o una actividad.
Podemos decir entonces que la vocación implica un escenario de diálogo, un encuentro en que un “Alguien” llama e invita y un sujeto al que va dirigido ese llamado.
De la respuesta a ese llamado se configurará una peculiar forma de ser y estar en el mundo. Vale señalar que estamos hablando de un llamado de naturaleza gratuita; es decir que no responde a un mérito propio, a una expectativa o a una programación personal. De allí que coloquialmente se diga que: “matrimonio y mortaja, del cielo baja”.
Todas las personas que aman o han amado saben de lo real de dicha frase. El amor, simplemente ocurre. Sucede aún a pesar de cualquier condición o circunstancia. Su poder atraviesa cualquier resistencia con una lógica diferente. Como decía el filósofo Pascal, sabemos que el corazón tiene razones que la razón no entiende.
En el mundo, existen miles de historias que corroboran esta afirmación. Por el llamado del amor, muchas personas han sido capaces de transformar su vida y de modificar lo que pensaban inmodificable. Lo cual, nos deja claro que el amor es un llamado tan fuerte y tan radical como el “Ven y sígueme” de Jesús.
Justamente a partir de la vivencia de dicha radicalidad se entiende la voluntad de vivir el compromiso. Las parejas (incluso las que no optan por el matrimonio) cuando sienten la certeza del amor, sienten también la inclinación de integrar su vínculo a la sociedad, de compartir su unión con sus familiares y amigos y de vivirlo en su cotidianidad. De este modo, la pareja se convierte en un modo de vivir.
Entonces nos resulta evidente que el matrimonio es una vocación. Una vocación que, como cualquier otra, no está exenta de dificultades y problemas en su caminar. Ya lo hemos dicho más de una vez, una vida plena no es la ausencia de dificultades sino la serenidad de afrontarlas y resolverlas.
Para los cristianos, es incluso en medio de estas dificultades, cuando comprendemos el tremendo alcance de: “Te quiero a ti y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”
Una promesa que, declarada ante Dios, no solamente nos involucra a los declarantes, sino que reconoce e integra a Dios como un tercer participante en la ceremonia.
Es importante subrayarlo porque en la actualidad cada vez más (intencional o no) se reduce al matrimonio a una celebración social y se lo vive como un mero acuerdo contractual.
¿Cuál es la consecuencia? Pues que la promesa de amor hecha ante Dios borra a Dios del escenario y se convierte en una declaración entre dos voluntades a la usanza de un contrato o convenio. Esto tiene un escollo en partida doble: por un lado, se confunde al amor como un equivalente a cualquier objeto de transacción entre voluntades y; por otro lado, se desacraliza al matrimonio.
Un ejemplo de ello son afirmaciones como estas: “me caso y si me va mal nos separamos” al fin y al cabo “soy libre para romper acuerdos cuando ya no me satisfacen”. Muchas veces las razones que han tenido estas personas para casarse por la Iglesia van desde “por la fiesta”, “por la ilusión de vestirme de blanco” hasta por el simple “dar gusto a mis padres”.
Es evidente que, en estos casos, el matrimonio ha sido comprendido como una promesa humana que elimina la presencia de Dios y por tanto, se comprende que pueda modificarse o rescindirse sin mayor problema pues depende exclusivamente de dos voluntades.
Muchas personas en la actualidad refutan con decenas de argumentos lógicos la radicalidad de: “Lo que Dios ha unido el hombre no debe separarlo” pero creo que es un error partir de una mentalidad de rechazo o de aceptación, pues por concentrarnos en razonar sobre él, argumentar o tomar postura, olvidamos de investigar el sentido profundo de tales palabras: la implicación de un Dios amoroso en el vínculo humano. Una clave que quizá nos permita comprender la unidad que evocan estas palabras “… y serán los dos una sola carne».