“En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo” (Act 1, 1-2).
“Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo.
Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc 24, 50-53).
CONTEMPLACIÓN
No cabe duda, Señor. Dos veces relata el evangelista San Lucas tu Ascensión a los cielos. Esta verdad, a pesar del despojo que suponía para tus discípulos dejar de verte, los llenó sin embargo, de alegría. Una señal cierta para cuando se desea discernir las experiencias espirituales, porque los dones del Espíritu Santo son paz, gozo, alegría, consuelo…
Este día, confieso con la Iglesia mi fe en tu Encarnación y nacimiento de María Virgen, me adhiero a la fe de tantos que profesan el reconocimiento de que eres el Señor, el Hijo de Dios, el mismo que padeció, murió en la cruz y resucitó de entre los muertos, y que vives lleno de gloria junto a tu Padre Dios, en ese ámbito imaginario que llamamos cielo, y que no es un lugar lejano, sino invisible presencia de amor que nos envuelve. No te vas, sino que nos habitas; no te alejas, sino moras dentro; no nos abandonas, sino que nos envías tu Espíritu.
Al contemplarte hoy, en el misterio de tu Ascensión, llevando hasta el seno de tu Padre nuestra carne divinizada y gloriosa, me concedes percibir de manera anticipada el destino de la humanidad, con la que te has unido tan estrechamente. Sobrecoge la verdad de tu opción por nosotros.
Al llegar a la meta de tu paso por este mundo, descubrimos el compromiso que adquiriste al tomar nuestra naturaleza. No nos has utilizado para representar un papel, a la manera de quien se reviste en un escenario con túnicas vistosas y después deja sus vestidos de artista en el camerino. Tú no has abandonado la carne que te dejó la Mujer bendita, que te llevó en sus entrañas con amor; por el contrario, la elevas al podium más alto, no solo al de la Cruz, sino al de la gloria eterna.
Hoy celebramos tu triunfo, y el nuestro en ti. Nos demuestras con tu ascensión a los cielos que ni nos utilizas ni nos desechas, que no somos para ti una mediación instrumental, sino tu propia carne. Tú eres para siempre Dios y hombre verdadero, ¡Santo y Feliz, Jesucristo!