Hay que retornar al valor de lo pequeño, al pequeño lugar y al poco tiempo que vivimos, a esos lugares donde los íntimos deseos de los hombres y mujeres que buscan ser hombres y mujeres de verdad se revelan con claridad. Nada que ver con esos «paisajes maravillosos» que las ideologías, encarnadas en letras o en imágenes, nos ofrecen. Si vivimos ciegos para la belleza de los pequeños mundos, concretos, encarnados, perderemos las huellas que los hombres y mujeres nos van dejando en su pobre caminar. Porque los hombres y mujeres, también los de hoy, a su paso, que generalmente no es el nuestro, nos van dejando un vestigio que es, ha sido y siempre será, llamada a la verdadera fidelidad. Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos por duras capas justificadas desde el deseo de posesión (tener), la cercanía de lo humano nos sacude, nos alienta y, entonces, comprendemos la máxima pobreza: es el otro el que siempre nos salva, porque nos invita, sin excentricidades propositivas, por pura gracia, a ser hombres y mujeres de verdad.
Es significativo, terrible, que en el mundo de hoy tengamos que buscar un gesto amigo, humano, por teléfono o por Internet, cuando en casa, en el trabajo, en la calle…vivimos levantando muros, rejas, puertas, ventanas… que nos separan de las gentes que desean buscar a nuestro lado. Y, entonces, privados de la cercanía de un abrazo o de una mesa compartida, soñamos «ricos mundos comunitarios», perfectos, incólumes, santos, que, generalmente, a pesar del teléfono y el Internet, acaban en la tremenda soledad de la pequeña celda, del pequeño cuarto o en el abandono de las promesas de fidelidad.
La vocación, al igual que todo lo humano, no se manifiesta en abstracto. Se encarna en circunstancias concretas: en un pequeño lugar, en una cara amada, en el llanto de un niño, en las arrugas de un anciano, en el dolor del enfermo, del emigrante, de la prostituta, del drogadicto… sacramentos que rememoran aquel alumbramiento pobre, origen de nuestra fe, en los confines de un gran imperio.
Por eso, amo profundamente mis sencillos cafés compartidos, mis cañas en el tumulto del bar, mis diálogos de mesa, mis paseos y mi montaña, mis encuentros íntimos con aquellos y aquellas que amo profundamente, mis correrías con los jóvenes y nuestras –no sólo suyas- incoherencias… Amo profundamente la vida, la vida humana, la vida verdadera, porque ansío un «infinito» pobre, humano, a nuestra medida. La legión suicida de hombres y mujeres, duros y estoicos, fuertes y poderosos (¿es esto pobreza?), dispuestos al último combate contra los «males del mundo» no me interesa. La meditación de Calcedonia -¡qué gran Concilio!- siempre supuso para mi la revelación del camino de la santa pobreza, pobreza de carne, pobreza de verdad.