Me han pedido que escriba algo sobre mi visión personal acerca de la identidad sacerdotal. Por mi forma habitual de comportarme, mi respuesta fue, en ese momento, de disponibilidad afirmativa. Sólo que después, lo que había comenzado con generosidad se iba transformando en una preocupación. No porque no tuviera nada que decir acerca de mis raíces más hondas, ni porque éstas estuvieran marchitas. Todo lo contrario. Gracias a Dios, están lozanas y frondosas. El motivo de mi preocupación era el de cómo dar, en tan peque-ño espacio, con la clave de mi vivencia sacerdotal, sin apelar a tópicos y generalizaciones.
Durante este tiempo, he ido cribando mis raíces sacerdotales para separar en ellas el grano de la paja. Después de este discernimiento, he concluido que mi identidad sacerdotal es la de ser un pontífice, término que tomo en su sentido etimológico: puente de enlace. Pontífice no es aquel que ocupa un puesto de honor, sino un puesto de amor. No tiene poder, ni lo detenta. Conoce muy bien la debilidad y la impotencia. No se pone a distancia de los demás, ostentando poderío, sino que está cercano para acoger como propias las causas perdidas de los demás. Ser pontífice es ser hacedor de puntes, de enlaces relacionales. Ser pontífice es ser experto en relación: en una relación de amor. Y eso es lo que yo quiero vivir. Mi condición de ministro ordenado ?que así se llama hoy el sacerdocio ministerial en la teología? tiene vocación de encuentro y me sitúa plenamente en el ámbito de la relación: relación conmigo mismo, con el Dios y Padre Jesús, y con la comunidad humana y cristiana. Estos tres aspectos me parecen fundamentales.
Ofrecer una relación de calidad exige trabajo permanente de encuentro conmigo mismo, con mis posibilidades y mis limitaciones, con mis claridades y mis oscuridades, con mis verdades y mis trampas, conscientes o inconscientes. Es el laborioso camino de asumir mi propia realidad y hacerla cada día más disponible para amar y complicarme la vida en esta tarea. Se trata, dicho con brevedad, de ir transformando mis manos callosas en manos amorosas y llenas de ternura. Mi vocación sacerdotal no me llama a hacer de mi vida una cámara frigorífica. Me llama a ser un volcán lleno de amor para todos y, especialmente, para quienes están en el reverso de la historia. A esto tengo que prepararme cada día, recordando que a mi lado siempre hay una silla vacía, en la que puedo sentar a los crucificados y desposeídos de la tierra.
La relación con el Dios y Padre de Jesús es el centro de mi vida. Intento mantenerla viva, “aunque es de noche”. Es mi alfa y omega, mi principio y mi fin. Él lo es todo para mí. Es mi motor. De Jesús he aprendido a llamarle Abbá y a saber en la fe que no es un Dios solitario, sino que es solidario. Que es relación de amor. Que es comunidad trinitaria y lo es de manera plena y perfecta. Que nos ha incluido a nosotros en esta relación comunitaria, fuente de gozo rebosante. Puedo asegurar por propia experiencia que es una alegría inmensa poder abrirle el corazón y recostar en él mis esperanzas y mis desilusiones, mis gozos y mis penas. Que, aunque hay que reconocer que a Dios nadie lo ha visto jamás, me siento llamado a ser las manos, los pies y la visibilidad de Dios en el ámbito de mis relaciones. Encontrarme y amar a los otros, principalmente al enemigo y al pobre, creo, en la fe, que es hacer el papel de Dios.
Y hago ese papel de Dios, cuando me desvivo en el servicio a la comunidad humana y cristiana. Cuando la sirvo no como un funcionario prepotente, que manda y somete, sino como un enamorado de ella. ¡Cuánto he aprendido de quienes viven la vocación conyugal! ¡Ojalá yo amara a mi comunidad como los esposos se quieren y traducen su amor en pequeños y grandes gestos signi-ficativos! El matrimonio se ha convertido para mí en “lugar teológico”. En lugar de reconocimiento y de acercamiento a Dios y a los hombres. Sueño con un sacerdocio humilde y entregado.
JOSÉ VICO PEINADO, CMF