Resulta oportuno reflexionar sobre este llamado que hace el papa Francisco en el capítulo sexto de la exhortación apostólica Amoris Laetitia.
Este acápite inicia con un llamado a toda la Iglesia a desarrollar nuevos caminos pastorales teniendo en cuenta las particularidades de cada comunidad y los retos que, en el tiempo, vayan surgiendo. Es decir, un llamado dinámico, flexible y adaptable al ser humano y sus vivencias. Como dice el documento “esto exige a toda la Iglesia una conversión misionera: es necesario no quedarse en un anuncio meramente teórico y desvinculado de los problemas reales de las personas”.
El pensamiento o la reflexión humana mientras no aterrice en acción, gestos concretos, actitudes y comportamientos es insuficiente para cuidarnos realmente entre todos. Recordemos que una cosa es preocuparnos y otra diferente, es ocuparnos. Esto que parece de sentido común, a veces no lo es. Muchas personas se quedan en las declaraciones, en las teorías, en las ideas, en los discursos y no pasan a la acción.
A veces, por miedo al cambio; a veces, porque no se dan cuenta de que están la alegría del amor atrapadas en el discurso; y, a veces incluso por puro entretenimiento. Mirémoslo con ejemplos para que se comprenda. El miedo al cambio puede dejarnos atrapados en la promesa o en la mera intención ¿verdad? Hay personas que han identificado su dificultad, su error, su defecto, etc. y se auto justifican detrás de las promesas y con ello, alargan su propia transformación o la proyectan en el tiempo “mañana lo haré, me daré tiempo para cambiar, seguro que, en un par de años, etc.” Al final, las promesas que no aterrizan en hechos y comportamientos no cambiarán nada.
Hay mucho entretenimiento al respecto, es decir, hay muchas declaraciones que son como alimento del intelecto y que se quedan dando las vueltas en la mente adornando muchas ideas, acomodando otras, ofreciendo sabor a creencias, prejuicios, etc., pero que, llegado el momento de los hechos, de la práctica, se quedan en palabras y; por tanto, se deduce que no han sido digeridas, no han sido integradas sino que, haciendo la metáfora con la comida, solamente han sido tragadas sin masticar.
Nos puede pasar que conozcamos mucho, que recitemos muchas ideas que suenan sabias, inteligentes, seductoras, etc., pero que no son parte de nuestra vida. Si lo vemos desde nuestra fe, nos resulta muy claro: ¿qué es conocer la Palabra de Dios? ¿es analizarla? ¿es sintetizar sus significados? ¿es saber de memoria sus contenidos?
Quizá lo sea, pero no basta con ello ¿verdad? Las palabras, textos y discursos son descripciones, alusiones, evocaciones, etc. pero no captan totalmente lo descrito, lo explicado, etc. El lenguaje humano es limitado como limitado es su pensamiento y por ello, el lenguaje no es instrumento de transformación mientras no aterrice en actos y comportamientos. Y para aterrizar, es necesario masticar, digerir, sentir el sabor de cada palabra, dejarla entrar en la mente y en el corazón, captar su significado y vivir su sentido.
Los cristianos conocemos esta realidad, pues compartimos la belleza del Evangelio que guarda precisamente esa fuerza. Por ejemplo, las palabras de Jesús refieren verdades, pero no las explican intelectualmente; representan imágenes sin necesidad de conceptualizar, informar, analizar, sintetizar, etc; apelan a nuestra existencia exhortándonos, interrogándonos; y además, poseen esa función relacional, es decir, captan el diálogo con el lector más allá de un apura comunicación.
En estos tiempos de crisis, de agobio, de miedo, de incertidumbre y de sufrimiento de tantas personas, salgamos de las palabras y convirtamos el mensaje cristiano en acción.
Reflexionemos hondamente en esta frase de Jesús: «En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis».
Fuente de imagen: Depositphotos