Suena la trompeta y, cual pregonero, la Iglesia hace su llamada un año más: “El Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en la Buena Noticia”. El tono de la invitación es fuerte, profético. Mas el grito, quizás no consiga despertar un interés proporcional a la gravedad de su mensaje. La llamada anual a la conversión, por conocida, quizá pase inadvertida.
Parafraseando la curiosa y provocadora campaña publicitaria de la revista cristiana Reinado Social 21, podríamos lanzar este slogan: “Todo cristiano celebra la Cuaresma. Puedes negar la realidad o mirarla de frente”.
En muchas de nuestras sociedades, las referencias religiosas, desde hace tiempo, son cosa de minorías. Si no de minorías, lo religioso hace tiempo que ha pasado a la esfera privada e íntima de muchas personas que, de una forma u otra, hacíamos más visible la fe. Hoy todo sucede muy a prisa. Nuestros calendarios son medidos y rigurosos. La actividad es tan frenética como rutinaria. Estamos sometidos a una especie de rodillo que hace que muchos no acertemos a distinguir unos tiempos de otros. Pareciera que no hay más que tiempo de trabajo y tiempo de descanso, días laborables y festivos.
Hablar de la Cuaresma en una sociedad sin apenas referencias religiosas, tan secular, pareciera no tener casi sentido. Incluso a nosotros los creyentes, hombres y mujeres de este tiempo, la Cuaresma nos puede resultar incómoda, como si se nos hubiera introducido una piedra en el zapato.
Un tiempo fuerte
Sin embargo, ahí está, persistente, año tras año, la dichosa Cuaresma. Persistente como la herida de la nostalgia de Dios que anida en muchos de nuestros corazones. Celebrar la Cuaresma constituye un signo de identidad de nuestra fe. Vivir y celebrar la cuaresma es reconocer -además de nuestra pertenencia a una tradición-, que en nuestra valoración del tiempo hay un espacio para Dios; que para nosotros es Alguien importante, muy importante. Es, sencillamente, reconocer que no todos los días ni todos los tiempos del año son iguales.
Cuando uno quiere hay tiempo para todo. Hay tiempo para la fiesta y para el duelo; tiempo de carnaval y de penitencia; tiempo para recogerse y para explotar de alegría; tiempo para la serenidad y para la acción. ¿Acaso no va a haber tiempo, también, para Dios?
No tener en nuestra vida tiempo para Dios es un síntoma. O Dios pinta algo en nuestras vidas, o el no dedicarle tiempo alguno anuncia que más bien pinta poco. Quizá nos hemos alejado algo de él y sentimos su nostalgia. Quizá ni nos lo hemos planteado.
Sin embargo, una vez más somos invitados a vivir un tiempo fuerte. ¿Lo aprovecharemos? La Cuaresma llama a la puerta y nos ofrece una oportunidad: que nos preparemos para acoger el misterio de la muerte y resurrección del Señor que celebraremos, dentro de cuarenta días, en el Triduo Santo. Es la invitación a vivir un tiempo para cambiar el corazón y su perspectiva; un tiempo para cambiar nuestra mentalidad autosuficiente y dejarse reconciliar con Dios (2Co 5,20-6,2). Es tiempo para hacerse más “oyentes de la palabra” y dejar que la gracia fluya y actúe en nosotros. Al culminar la Cuaresma podremos celebrar la Pascua con toda verdad y dejar que ésta ilumine toda nuestra vida con su luz. No se trata de recordar algo del pasado. Se trata de hacer actual y presente a Alguien que configura nuestra vida, a Aquél que es capaz de arrastrarnos con la fuerza de su resurrección y hacer vida en nosotros lo que muchos creían muerto. Es el tiempo propicio y maravilloso para encontrarse con este Dios compasivo y misericordioso (Joel 2, 12-18).
Se trata de la conversión
Es una cuestión de fondo, no de superficie. No es maquillaje. No valen los retoques que dejen la vida casi intacta. Tampoco se trata de un reajuste ni de una reforma de comportamientos puntuales. Se trata del centro de la persona, de su corazón. “Rasgaos el corazón, no las vestiduras…” (Joel 2, 12-18). No se trata de algo que hayan de hacer los demás. Se trata de mí, de ti, de nosotros. Se trata de nuestra Iglesia y de cada uno de sus miembros. No se trata de crear otra persona u otra Iglesia. Se trata de que esas personas o esa Iglesia sean “otras”, más afines al Dios del Reino, que tiene su rostro en Jesús.
Se trata, en definitiva, de volver a Dios sin olvidarse de los hombres. No se trata de cuestiones morales principalmente. Antes que nada, nos convertimos a Alguien. Después vienen las consecuencias de haber descubierto su rostro. Ese Alguien está con nosotros realizando el gran milagro del encuentro. Por eso no es una cuestión de simple esfuerzo. La gracia de Dios nos acompaña y colabora con nuestra pequeñez.
Nos conocemos. Sabemos de qué barro estamos hechos. Por experiencia sabemos que sin Él, por nosotros mismos, no podemos. Sin Él, sin su gracia, en vano se cansan los albañiles. Él es el más interesado en nuestra propia vida y conversión. Él es el más interesado en llevar su plan adelante en nosotros.
Por ello hay que confiar. No dar nunca nada por perdido. Ni en nosotros ni en los demás. Ni en nuestra vida ni en la vida de la Iglesia. Él nos acompaña y, si nos dejamos, obrará el milagro en nosotros. No es algo hecho y conseguido de una vez para siempre. Es como la vida misma, que nos sorprende y nos pone delante nuevos retos y situaciones a las que hemos de adaptarnos. La vida de fe es igual. A nuevos retos, nuevas respuestas. Eso sí, con la mirada puesta siempre fija en Él. Con Él, acertamos. Sin Él, quizá andamos más perdidos que acertados.
La ceniza es el signo de que queremos hacer este camino cuaresmal. Al recibirla, nos abrimos a la gracia de Dios. Quizá al culminar la cuaresma experimentemos el gozo de la conversión. Si nuestra vida se ha modelado un poquito más por los valores del Evangelio, si nos hemos visto tocados por la debilidad hacia los pobres y hemos experimentado lo bien que estamos cuando estamos a solas con Dios, habrá merecido la pena.
La Iglesia nos propone unas prácticas cuaresmales. Estas han sido, tradicionalmente, muy válidas por tantos y tantos creyentes de todos los tiempos. Cada uno habrá de actualizarlas en su vida y aplicarlas a su situación. El ayuno, la limosna y la oración nos ayudarán a acercarnos a Dios y a los demás. Junto con ello, quizá también sea un tiempo propicio para acercarse más a su Palabra y dejarse transformar por ella. La Eucaristía los domingos nos irá acompañando y alimentando en este itinerario. ¡Quién sabe! Quizás hasta nos veamos sorprendidos por lo que es capaz de obrar la gracia de Dios en nosotros. No descartes acercarte al sacramento del Perdón. Dios, bien lo sabes, te espera con sus brazos abiertos. Pero, sobre todo, sé honesto contigo y con Dios. Escucha tu interior y abre tu corazón. ¿Dispuesto a comenzar