Terminamos la tercera etapa. Mañana comenzará el octavario final, la preparación inmediata para la Navidad. En este preciso momento, la Palabra nos ofrece la mayor afirmación divina, expresada siete veces cuando el texto pone en boca de Dios la suprema aseveración: “Yo soy”.
“Yo soy el Señor”
“Yo, el Señor, hago todo esto”
“Yo, el Señor, lo he creado”
“Yo soy el Señor, y no hay otro”
“Yo soy un Dios justo y salvador”
“Yo soy Dios, y no hay otro”
“Yo juro por mi nombre”
Ante esta contundente reafirmación, se puede comprender mejor el texto del Evangelio, en el que los discípulos de Juan vienen a preguntarle a Jesús por su identidad. La respuesta, entendida en el contexto profético, y desde lo observado en los días anteriores, no deja lugar a dudas, Jesús es el Mesías, el anunciado por los profetas, el Señor, y lo acredita con las obras que hace: “Los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen…”. Jesucristo es el esperado.
Pero siempre cabe la duda, la sospecha, el miedo a equivocarse, la reserva, y por ello, no acabar de dar crédito. Jesús se adelanta a cualquier tentación y proclama: “Dichoso el que no se escandalice de mí”. Y de nuevo se nos invita al gozo interior, a la bienaventuranza.
Ante quien es el Señor, la respuesta es la que se señala en la profecía: “Ante mí se doblará toda rodilla”, y canta el salmista: “Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol, que el sea le bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra”.
“¡Santo y feliz Jesucristo!”
¿Reconoces a Jesucristo como a tu único Señor?
¿Reconoces el paso del Señor en los que viven las obras de misericordia?
¿Adoras al Señor?
¿Tienes entrañas de misericordia para los más necesitados?