Las palabras de Jonás, que hoy nos refiere la primera lectura, vuelven a situarnos en este tiempo propicio. El plazo de cuarenta días, al que alude el profeta, es una cifra cuaresmal.
“Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida”. Ante el muro de los lamentos, que recuerda el templo de Jerusalén destruido, la pedagogía del castigo, del temor, del miedo ha sido durante mucho tiempo lo que ha movido a rectificar la conducta, a regenerar las costumbres, a convertirse. La naturaleza humana a veces reacciona con más prontitud ante el riesgo de la catástrofe, que ante la bondad, la verdad o la belleza.
En medio del discurso apocalíptico, la reacción humilde de la ciudad de Nínive, con su rey a la cabeza, nos invita a una conversión semejante, porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
El salmo 50 explicita los sentimientos de quien desea retornar al Señor: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad. Por tu inmensa compasión borra mi culpa, limpia mi pecado…”
Y cuando todo parecía irremediable, ante la reacción penitente del pueblo, Dios se conmueve y perdona, y la sociedad que sobresalía por su inmoralidad, termina siendo ejemplo. Jesús lo recuerda.
El proceso de las lecturas, que comienzan con imágenes de destrucción, pasa por la súplica y el corazón arrepentido, y llega a desvelar la señal liberadora, Jesús muerto y resucitado.
La justicia de Dios se manifiesta en el amor que nos tiene, que en vez de tomar venganza contra los pecadores, envía a su Hijo para redimir al mundo de su pecado.
Ante esta verdad, ¿reaccionaremos de distinta manera que los habitantes de Nínive? ¿Tendremos que ser amenazados para convertirnos? ¿No nos vale el argumento del amor de Dios?