Misterios Gloriosos

 

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.¿A dónde va, cuando se va, la llama? ¿A dónde va, cuando se va, la rosa? ¿Qué regazo, qué esfera deleitosa, qué amor de Padre la alza y la reclama?

Esta vez como aquella, aunque distinto; el Hijo ascendió al Padre en pura flecha. Hoy va la Madre al Hijo, va derecha al Uno y Trino, al Trono en su recinto.

Por eso el aire, el cielo, rasga, orada, profundiza en columna que no cesa, se nos va, se nos pierde, pincelada de espuma azul en el azul sorpresa.

No se nos pierde, no; se va y se queda. Coronada de cielos, tierra añora y baja en descensión de Mediadora, rampa de amor, dulcísima vereda.

Gerardo Diego

 

Primer misterio: La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo

Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Es el primer día de la semana, el domingo por el que son domingos todos los domingos del año, nuestra pascua semanal. "Bendita la mañana que anuncia su esplendor al universo". "Como el sol que se esconde y revive en el alba, resucitó el Señor".

Escuchamos a tantos testigos: "Hemos visto al Señor", gritarán los apóstoles reunidos; "Señor mío y Dios mío", dirá, arrepentido, Tomás; "Ha resucitado, no está aquí", comunicará el ángel del sepulcro a las mujeres, primeras testigos y pregoneras de la Resurrección.

Desde aquella mañana, es siempre Pascua. Echamos fuera la vieja levadura, y la Iglesia se reviste de vida y hermosura. Morimos, cada día, al pecado para resucitar del agua y del Espíritu.

Siempre es posible la esperanza; la muerte no tendrá en adelante la última palabra ni el sepulcro será la última morada. Vivimos en comunión con los que, un día, nos dejaron para ir al cielo. Compartir la muerte para compartir la resurrección; no hay otra manera de romper el absurdo del dolor inocente y de la tiranía de la muerte. El final será feliz, porque el triunfo de Cristo es nuestra victoria.

No lo dice el Evangelio, pero lo atestigua el corazón. No faltó aquel domingo la presencia de María, la Madre del Resucitado. Pronto se lo trasmitieron: "El Señor a quien mereciste llevar en tu seno ha resucitado". "Alégrate, Virgen María, aleluya".

 

Segundo misterio: La Ascensión de Jesucristo a los cielos

Es la expresión más clara de la Resurrección de Jesús. Resucitar no es volver a vivir sin más. Jesús asciende a los cielos. "Y Tú, rompiendo el aire, te vas al inmortal seguro", cantó Fray Luis. Es la imagen humana, la palabra balbuciente para expresar que Jesús cambia su modo de existencia, consuma el misterio de la Resurrección. Pasó por la tierra haciendo el bien, anunció la Buena Noticia del Reino, entregó su vida hasta la muerte. Lo dijo Jesús, desde la cruz: todo estaba cumplido. Ahora, en la Ascensión, vuelve al Padre, vuelve a prepararnos un sitio junto a él.

Pero, por el Espíritu Santo, sigue con nosotros. Es la paradoja feliz: se va de nosotros, y lo sentimos siempre presente. Presente en tantas cosas y personas, pero, ante todo, en la Eucaristía. Nos lo dijo Él: "Estaré con vosotros hasta el final de los siglos".

Decir que Jesús está en el cielo entraña muchas cosas para nosotros, que creemos en Él. Siempre tenemos uno de los nuestros que intercede por nosotros ante el Padre. No olvidamos, ya aquí en la tierra, buscar las cosas de arriba. Nos lo recuerda San Pablo: "Si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se destruye, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna en el cielo".

Esto no significa que tengan que reprocharnos: "¿Qué hacéis mirando al cielo?". Antes de irse al cielo, Jesús se despide enviando a los suyos a predicar el Evangelio, a ser sus testigos. Él se va pero quedamos los suyos, la Iglesia, para continuar su obra; necesita nuestros labios, nuestro corazón, nuestra audacia misionera.

María despide a su hijo, pero entiende el misterio. Ella se queda al frente de la pequeña comunidad naciente. Se va el Maestro, ganan a una madre.

 

Tercer misterio: La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles

"Ven Espíritu Santo", "Envía, Señor, tu Espíritu", canta la liturgia. Es lo que pedían los apóstoles reunidos en oración, con María, la Madre de Jesús. La escena de Pentecostés se llena de símbolos: un ruido semejante a un viento impetuoso, unas lenguas como de fuego que se posaban sobre cada uno. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo.

Todo cambia: resultaron hombres nuevos, una fuerza interior les mueve a proclamar las grandezas de Dios, a todos maravillaban, hasta, para algunos, parecían borrachos. Eran los dones del Espíritu que les colmaban, eran los frutos del Espíritu: "Amor, alegría, paz, comprensión, servicia-lidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí".

Aquella mañana, amanecía la Iglesia. Iglesia en comunión y misionera, expresada en la diversidad de lenguas. "El Espíritu Santo es el animador y santificador de la Iglesia, su aliento divino, el viento de sus velas. La Iglesia tiene necesidad de un perenne Pentecostés; necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada" (Pablo VI).

El Espíritu Santo siempre es creador, renueva la faz de la tierra. "Oh llama de amor viva que tiernamente hieres". Por eso, la liturgia le llama don, luz, fuente, descanso, tregua, brisa, gozo, y le suplica: riega, sana, lava, doma, guía.

Y allí, en medio, la Virgen María, Madre de la Unidad, Madre de la Iglesia. Con los apóstoles, pide el Espíritu, el mismo Espíritu que, en la Encarnación, la cubrió con su sombra. María, ora, María forma discípulos de su hijo, María envía apóstoles por todo el mundo. María llena de gracia, llena del Espíritu.

 

Cuarto misterio: La Asunción de María en cuerpo y alma al cielo

El primero de noviembre de 1950, re-picaron todas las campanas después de que el Papa proclamara: "María, acabada su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma al cielo".

Así había de ser. No podía conocer la corrupción del sepulcro quien estaba tan cerca de la vida concebida en su seno. Lo dice San Agustín de otra manera: "Como sagrario de Cristo, María ha de estar donde está Cristo". La muerte, fruto del pecado, no podía hacer mella en María. La Virgen se encuentra con su hijo en el cielo, sin las tristezas y trabajos de la vida peregrina. Claro que Dios ha hecho grandes maravillas en María. Ahora sí que podemos llamarla bendita, dichosa.

Qué gran consuelo para nosotros. Se cumple nuestra esperanza de un final feliz: una mujer de nuestra carne está en el cielo y tira de nosotros hacia arriba. Es posible la utopía de una mujer nueva, de un hombre nuevo. Podemos tener fe en la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la belleza sobre la fealdad, de la comunión sobre la soledad.

Conocemos bien nuestro destino, sabemos bien a dónde vamos. Volvemos a la casa del Padre que nos hizo, con la naturalidad del río que muere en el mar porque acaba su curso. Nuestra nostalgia se cumple en María asunta al cielo. Nuestra muerte pierde su aguijón, creemos en la resurrección de la carne. Al final, será lo que ni el ojo vio ni el oído oyó: contemplar el rostro de Dios, el cielo, la gloria, conocer y amar sin límites ni riberas. Por algo le suplicamos a la Virgen: "Y, después de este destierro, muéstranos a Jesús". En el cielo, por supuesto.

 

Quinto misterio: La coronación de María como Reina y Madre

Cuántas veces lo hemos repetido en la Salve: "Reina y Madre de misericordia". A las advocaciones populares de la Virgen se les antepone el nombre de "Nuestra Señora". Señora del Espino, de Begoña, de los Reyes.

Es Reina de todo lo creado porque toda la creación lleva la huella de Dios. Por algo repite siete veces el Génesis: "Y vio Dios que todo era bueno". Las cosas creadas son señal de lo mejor que atesora el hombre; las manos que acarician, el corazón que da ternura, los labios que dicen perdón. También el vino que engendra amistad, el aceite que suaviza, el fuego que purifica, el agua que da vida. Todo es sacramento, transparencia de Dios. Nuestro cuerpo es templo de Dios. Es cierto que podemos oscurecer la claridad de la creación con el pecado. Podemos destruir, corromper, abusar de los dones de Dios.

Mirar a María, Señora de todas las cosas, es hacer un elogio de la belleza. En las letanías llamamos a María, estrella de la mañana, rosa mística, casa de oro, torre de marfil. Nos acordamos de las imágenes más populares de María: la Piedad de Miguel Ángel o la Inmaculada de Murillo.

María, Reina y Madre. Reina de los mártires, de los apóstoles, de los ángeles, de todos los santos. Madre, junto a su hijo, en el cielo. Por ello, intercesora, abogada, auxiliadora. Este misterio inspira toda la confianza a los hombres.

Sólo nos queda decir, plagiando a nuestro Señor: Madre nuestra que estás en el cielo, santificado sea tu nombre.