Si me premiten, empezaré esta reflexión bíblica con unas palabras que escribí no hace mucho tiempo en el prefacio de un libro dedicado a la Sagrada Familia: “Conocer nuestro pasado, bajas hasta nuestra raíces no sólo ilumina nuestro presente sino que nos abre las puertas al futuro. A pesar de las indudables diferencias, nuestra tradición familiar arraiga en la tradición familiar de la Biblia. Esto no es extraño, pues somos hijos e hijas del Mediterráneo (el Mare Nostrum), el mismo mar que baña las costas de Palestina. Es decir, el mundo de la Biblia, el mundo del Antiguo Testamento, el mundo de Jesús y de las primeras comunidades cristianas” (NURIA CALDUCH-BENAGES, (ed.), La Sagrada Familia en la Biblia (Biblioteca Manual Desclée 28), Bilbao, 2001, p. 12.)
Ése es precisamente el objetivo que me propongo en estas páginas: recurrir a nuestro pasado bíblico para extraer aquellos elementos que puedan fundamentar la existencia de nuestras familias religiosas y al mismo tiempo iluminar su futuro. Ni que decir tiene que no pretendo hacer un estudio exhaustivo del tema, sino simplemente recoger los datos bíblicos esenciales para una mejor comprensión de nuestra realidad. Para ello seguiré los siguientes pasos: después de dar una visión general de la familia, el clan y la tribu en el Antiguo Israel, me centraré en el mundo sapiencia) y, en modo particular, en la relación esponsal que se establece entre el sabio y la Sabiduría, para concluir con la presentación de la nueva familia instaurada por Jesús.
LA FAMILIA, EL CLAN Y LA TRIBU EN EL ANTIGUO ISRAEL
La familia israelita, a pesar de que algunos autores encuentran en el Antiguo Testamento trazas de otros tipos de organización como el pratriarcado y el matriarcado, es decididamente de estilo patriarcal. El término propio para designarla es casa «paterna» (bet’ab, casa del padre), pues el padre representa la máxima autoridad. La familia se compone de aquellos miembros unidos por los vínculos de sangre (padre, esposa[s], hijos solteros, hijos casados con sus familias y las hijas viudas) y por la comunidad de habitación (siervos, extranjeros, apátridas, huérfanos, viudas). Estos viven en la misma casa bajo la protección del cabeza de familia (Para todo este apartado, cf. Roland de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Biblioteca Herder. Sección de Sagrada Escritura 63, Barcelona 1985, ed., pp. 26-54.).
En los primeros tiempos de la historia de Israel, el padre ejercía una autoridad total sobre los miembros de la familia. Basta recordar la historia de Judá y Tamar en Gen 38,1-30: Judá condena a muerte a su nuera Tamar por pretendido adulterio, ya que ella era la prometida oficial de su hijo Selaj (v. 24).
Podemos pensar también en el episodio de Jefté y su hija en Jue 11,1-38: Jefté ofrece en holocausto a su propia hija a causa de un voto hecho a Yahvé (v. 39). Ahora bien, el paso del nomadismo a la vida sedentaria y, sobre todo, el desarrollo de la vida urbana introducen importantes cambios en las costumbres familiares. Uno de ellos es precisamente la limitación de la autoridad paterna. No puede un padre sin más condenar a muerte al hijo rebelde; el juicio corresponde a los ancianos de la ciudad (Dt 21,18-21).
Al lado del padre aparece la figura de la madre. Su principal tarea es el cuidado de los hijos pequeños y el trabajo doméstico (ir por agua, moler el grano, amasar la harina, hacer el pan, hilar, tejer, recoger la leña, mantener el fuego). La vida cotidiana es durísima para la madre de familia. Sobre ella cae todo el peso del hogar. Madre e hijo son inseparables. Quedan unidos por el misterio seno materno. Con una bellísima expresión el salmista canta la ternura de la madre: «Juro que allano y aquieto mi deseo como un niño en brazos de su madre, como a un niño sostengo mi deseo» (Sal 131,2). El mismo sentimiento empapa las palabras de la madre de Lemuel: «¿Qué tienes, hijo mío, hijo de mis entrañas, hijo de mis promesas?» (Prov 31,2).
Los hijos son el fruto del matrimonio. Tener una gran descendencia es el deseo de los esposos, sobre todo descendencia de varones: éstos perpetúan la raza, el nombre y preservan el patrimonio.
En el Antiguo Testamento no se concibe una familia sin hijos. La fecundidad es para el israelita don y bendición del Señor. La esterilidad, en cambio, es prueba terrible (Gen 16,2), incluso un castigo divino (Gen 20,18). La mujer sin hijos vive sumida en la humillación, la amargura y el desconsuelo (1 Sam 1,9-18). El varón infecundo es infeliz: «otra vanidad descubrí bajo el sol: hay quien vive solo, sin compañero, sin hijos ni hermanos» (Qoh 4,7-8). Los hijos son la bendición más preciada de Dios a los padres (Sal 128,1-4; 127,3-5). Los hijos garantizan la continuidad del padre (Sir 30,4) y la perpetuidad de su nombre (Sir 40,19; cf. Sal 144,12a; Rut 4,14). En cambio, si desaparecen los hijos, desaparece el recuerdo. A propósito del malvado, dice Job: «Su recuerdo se acaba en el país y se olvida su nombre a la redonda: expulsado de la luz a las tinieblas, desterrado del mundo, sin prole ni descendencia entre su pueblo, sin un superviviente en su territorio» (Job 18,17-19).
La familia patriarcal no es una célula cerrada en sí misma, aislada e independiente. Todo lo contrario, es una familia abierta al mundo circundante. Los padres, además de velar por sus propios hijos, nietos y parientes cercanos, extienden sus brazos a los desamparados de la sociedad: los pobres, los huérfanos, las viudas. Job recuerda sus días felices diciendo: «Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso, recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda» (Job 29,12-13) y más adelante: «Yo era padre de los pobres y me ocupaba de la causa del desconocido» (29,16; cf. Sal 68,6). La exhortación de Ben Sira es más entrañable todavía: «Sé padre para los huérfanos y marido para las viudas y Dios te llamará hijo, y su favor te librará de la desgracia» (Sir 4,10; cf. Mt 5,44-45).
La solidaridad, ayuda y protección que existe entre los miembros de la familia es un fiel reflejo de la organización tribal. En los pueblos nómadas y también en otras culturas, la tribu está compuesta por varios clanes o grupos de familias que se unen debido a un origen común o por asociación voluntaria. Los miembros de la misma tribu están unidos por el vínculo de sangre, sea real o supuesto. Todos se consideran hermanos en un sentido amplio: por ejemplo, en 1 Sam 20,29 David considera ‘hermanos’ a todos los de su clan. Las tribus de Israel se formaron con la unión de varios clanes en ocasión de la conquista e inicialmente estaban asociadas a una federación de tipo cultual. La autoridad tribal estaba representada por un grupo de cabezas de familia o ancianos (cf. 2 Sam 19,12).
Concluyendo, familia (bet’ab), clan (mishpahah) y tribu (shebet) están a la base de la organización socioreligiosa del Antiguo Israel y expresan una estrecha red de relaciones entre los individuos, la comunidad y Dios que técnicamente se designa con la expresión «personalidad corporativa» («corporate personality»), acuñada por Wheeler Robinson en los años 603.
EL SABIO Y LA SABIDURÍA EN CLAVE FAMILIAR
La Sabiduría se presenta como una figura misteriosa (H. WHEELER ROBINSON, Corporate Personality in Ancient Israel, Philadelphia 1964, ed. revisada). Una figura que se pasea por las páginas de los libros sapienciales con una gran variedad de rostros: es niña, hermana, joven, novia, esposa, madre. Rostros siempre distintos pero siempre rostros de mujer. Hoy no vamos a ocuparnos de la Sabiduría como tal sino de su relación con el discípulo que frecuenta su escuela.
El autor del libro de la Sabiduría, haciéndose pasar por Salomón, presenta la sabiduría como la esposa perfecta, como la mujer a la que amó y buscó desde joven como novia (nymphen, 8,2), como la mujer de la cual se enamoró, deslumbrado por su hermosura. Luego, la tomó por esposa o compañera (pros symbiosin, 8,9) y al final, después de haber recibido a través de ella multitud de bienes (la riqueza, el saber, la virtud, la experiencia), descansa pacífica y serenamente a su lado en el calor del hogar: «Al volver a mi casa reposaré junto a ella, porque su trato no causa amargura y en su intimidad no molesta, sino que agrada y alegra» (8,16) (NURIA CALDUCH-BENAGES, María de Nazaret y la sabiduría de Israel: resonancias bíblicas, Vida Religiosa 91 (2001) 221-226).
Reflexionando sobre su experiencia, el afortunado esposo descubre en su corazón que «la inmortalidad está en la unión (syggeneia) con la sabiduría» (8,17). Esta traducción, sin duda la más frecuente, es correcta pero a nuestro parecer insuficiente, porque de hecho el término syggeneia indica varias formas de parentesco, a excepción de la consanguineidad inmediata entre padres e hijos. Así pues, al desposar a la sabiduría, el sabio entra a formar parte de su familia, es decir, se convierte en pariente suyo y como tal participa de su estirpe y nobleza. Hay quien habla de matrimonio místico. Nos guste más o menos la expresión, lo cierto es que acoger el don de la Sabiduría conlleva para el sabio un compromiso tan personal, una comunión de vida tan íntima que solamente el vocabulario familiar, o si se quiere la metáfora esponsal, consigue expresar.
Pasemos ahora al libro de Ben Sira (Sirácida o Eclesiástico). En 14,20-27 el sabio des cribe con una vivacidad y realismo sorprendentes la búsqueda apasio nada de la Sabiduría: «Dichoso el hombre que se dedica a la sabiduría y razona con su inteligencia, medita sobre sus caminos y reflexiona sobre sus secretos» (vv. 20-21). Los verbos dedicarse, razonar, meditar y reflexionar indican una actividad interior del hombre, un tipo de búsqueda espiritual que pretende ser exhaustiva. Así pues, la sabiduría, vista en su totalidad, aparece como el centro vital del hombre, como su punto de referencia. A continua ción, el sabio describe la búsqueda de la Sabiduría en un plano más material: «como un cazador sale en su busca y se pone al acecho en sus caminos, se asoma a sus ventanas y a sus puertas escucha» (vv. 22-23). El discípulo no es un cazador que persigue la deseada presa ni tampoco un espía que realiza operaciones clandestinas. Es el amado que busca a la amada, por medio de los sentidos (cf. Cant 2,9). La busca con la vista y con el oído, la busca con extremo sigilo, porque quiere encontrarla sin ser visto.
La imagen de la casa, tomada de la vida nomádica, es un paso más en este proceso de acercamiento a la Sabiduría. Con tal de estar cerca de la Sabiduría, el joven abandona su propio hogar: «acampa muy cerca de su casa y clava la estaca en sus paredes; monta su tienda junto a ella y se instala en su morada apacible» (vv. 24-25). El discípulo desea vivir unido a la Sabiduría y esa convivencia es prometedora, pues la morada de la Sabiduría es una morada apacible. En este contexto, la casa, la tienda y la morada evocan el calor del hogar, la intimidad, la relación interpersonal entre los miembros de la familia. En los vv. 26-27 la metáfora del árbol completa las anteriores. La Sabiduría es un árbol frondoso que se convierte en morada de gloria. Sus ramas sirven de protección para el discípulo y sus hijos. El término gloria remite a la gloria de Dios que habita en el templo y de este modo la Sabiduría entra en relación con el templo y con la Torah que emana del templo (cf. cap. 24). De estos versículos emerge una agradable sensación de bienestar, reposo, seguridad y protección. Con la Sabiduría el discípulo se encuentra a gusto y quisiera estar siempre con ella. En 15,2 la sabiduría «le sale al encuentro como una madre y lo acoge como una joven esposa».
LA NUEVA FAMILIA DE JESÚS
Ahora podríamos leer los textos evangélicos sobre la nueva familia de Jesús a la luz de esa relación tan particular que se establece entre la Sabiduría y el discípulo que sale apasionadamente en su busca. Quien desea busca y quien busca encuentra. Y el Evangelio abre una nueva pista.
En algunos textos evangélicos vemos cómo Jesús transforma las relaciones familiares, oponiéndose así al sistema patriarcal de la época. Prueba de ello es la relación con su madre. Empecemos con Lc 2,41-52: el niño perdido y hallado en el templo (evangelio que en la Iglesia católica se lee en la fiesta de la Sagrada Familia). Está claro que trata de una familia, nada menos que la Sagrada Familia de Nazaret, pero el episodio es más bien un episodio anti-familia (!). Jesús se escapa de sus padres sin decirles una palabra, sin mostrar la más mínima preocupación por ellos. Cuando reaparece, sólo es recriminado por María, pues José no aparece. A las palabras de su madre Jesús responde, a simple vista, en manera no demasiado correcta. Le da una respuesta con la que quiere justificar su comportamiento. El niño Jesús se escapó porque tenía que hacer la voluntad del Padre. Veamos ahora Jn 2,3 (las bodas en Caná de Galilea). Aquí, Jesús también responde a su madre con una frase conflictiva, muy difícil de traducir. Mi propuesta sería: Mujer, no intervengas en mi vida; mi hora aún no ha llegado (en hebreo: «mujer, qué a ti y a mí»). La expresión indica una cierta ruptura o incomprensión entre los dos interlocutores.
Por lo que se refiere al vocativo, ‘mujer’, es insólito que un hijo llame a su madre con la palabra ‘mujer’. Ahora bien, en el cuarto evangelio el término ‘mujer’ en boca de Jesús no hay que entenderlo en sentido peyorativo, sino como un título que supera el apelativo ‘madre’. En la escena del Calvario (Jn 19,25-27), Jesús de nuevo llama a su madre `mujer’: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», refiriéndose a Juan, el discípulo amado. María no es una pobre viuda que ha perdido a su único hijo. Ella representa una familia espiritual que supera los vínculos de sangre. María se convierte en la Iglesia naciente, en la nueva Sión, la madre de un nuevo pueblo, madre de Jesús y madre nuestra.
En el evangelio de Marcos (3,31-35) Jesús proclama que su verdadera familia son aquellos que hacen su voluntad: «Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». Jesús no ha venido a depender de una familia antigua, ya constituida antes de su nacimiento. Viene a crear una familia nueva, a través de su palabra. Su familia son sus discípulos, los hombres y mujeres que le siguen, le escuchan y acompañan en su ministerio público. Su familia es aquella que nace a partir de la voluntad del Padre, a quien él en esta ocasión llama Dios (Cf. XABIER PIKAZA, Para vivir el evangelio. Lectura de Marcos, Estella 1995, pp. 67-69. Idem, p. 68.).
Por último, detengámonos en un breve texto de Lucas. En 11,27-28 una mujer se levanta entre la multitud para hacer un elogio de la madre de Jesús: «Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron». Pero Jesús responde corrigiéndola con elegancia: «Más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».
Rebelándose contra un tipo de familia antigua, Jesús ha creado una familia universal de hermanos y hermanas que escuchan y cumplen la Palabra de Dios en sus vidas. Una familia que se extiende por el mundo entero, una familia sin fronteras, de anchos horizontes, donde todas y todos tienen cabida y son respetados por igual. Termino con unas palabras proféticas que deberían sacudirnos y a la vez estimularnos por dentro: «Alguien pudiera afirmar que hoy no existen estructuras familiares fuertes como aquellas que imperaban en tiempo de Jesús. Puede ser. Pero en el lugar de la familia se han impuesto otros poderes económicos, sociales, culturales o políticos que tienden a cerrarnos también en su estructura, trazando ante nosotros su círculo de fuerza. Sólo la persona que sabe resistir, rompiéndolos por dentro y cultivando desde Cristo los principios de la familia universal de Dios, puede seguir la vocación cristiana» (CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA «Congregavit nos in unum Christi amor». La Vida fraterna en comunidad. Madrid, Publicaciones Claretianas, 1994, 3 ed, n° 71. El documento m su conjunto me parece muy valioso: bien fundamentado, inspirador, realista y práctico. En adelane lo citaré con la sigla VFC.).