Recientemente recibí una carta de una amiga, quien me contó que estaba temerosa de aceptar una cierta vocación porque la dejaría demasiado sola. Compartió este temor con su director espiritual, que le dijo simplemente: “¡Charles de Foucauld murió solo en el desierto!” Esa respuesta fue suficiente para ella. Continuó adelante con eso. ¿Es suficiente esa respuesta para aquellos de nosotros que tenemos la misma duda, el miedo a estar solos?
El miedo a estar solo es saludable. Jean-Paul Sartre escribió, en famosa frase, que el infierno es la otra persona. Eso no podría estar más lejos de la verdad. El infierno es estar solo. Todas las religiones principales enseñan que el cielo será comunal, un encuentro extático a la vez de corazones, almas y (para los cristianos) cuerpos, en una unión de amor. No habrá solitarios en el cielo. Así, nuestro miedo de acabar solos es una saludable regañina de Dios y la naturaleza que nos recuerda perpetuamente las palabras que Dios dijo cuando creó a Eva: no es bueno para una persona estar sola. Los niños son buenos sabedores de eso y se ven inseguros cuando están solos. Esa es una de las razones por las que Jesús enseñó que van al cielo con más naturalidad que los adultos.
Pero, ¿estar solo es siempre malsano? ¿Qué podemos aprender de Charles de Foucauld, que eligió una vida que lo dejó morir solo en el desierto? ¿Qué podemos entender de una persona como Soren Kierkegaard, que renunció al matrimonio porque temía que este perjudicaría una vocación, ya que intuyó que estaba destinado a morir sólo? Sobre todo, ¿qué podemos aprender de Jesús, el mayor amante de todos, que muere solo en una cruz, clamando que había sido abandonado por todos, y luego, en esa agonía, rinde su soledad en un gran acto de abnegación en el que entrega su espíritu en completo amor?
En un libro reciente, The Empathy Diaries (Los diarios de la empatía), Sherry Turkle reflexiona, entre otras cosas, sobre el impacto que la tecnología de la información contemporánea y las redes sociales están teniendo sobre nosotros. Como científica del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts) es una de las personas que ayudaron a desarrollar los ordenadores y la tecnología de la información tal como existen hoy, así que no es alguien con prejuicio generacional, romántico o religioso contra los ordenadores, teléfonos inteligentes y redes sociales. No obstante, está preocupada por lo que todo esto nos está haciendo hoy, particularmente a aquellos que se vuelven adictos a las redes sociales y ya no pueden estar solos. “¡Comparto, luego existo!” Ella señala una dura verdad: Si no sabemos cómo estar solos, siempre estaremos solitarios.
Eso es cierto para todos nosotros, aunque no todos somos llamados por fe o temperamento al silencio monástico. Lo que Jesús modeló (y a lo que personas como Charles de Foucauld, Soren Kierkegard e incontables monjes, monjas y célibes se han sentido llamados) no es la ruta para todos. De hecho, no es la norma, ni religiosa ni antropológicamente. El matrimonio sí lo es. A Tomás Merton le preguntaron una vez cómo era ser célibe, y respondió diciendo que el celibato era el infierno. Vives en una soledad que Dios mismo condenó; pero eso no quiere decir que no pueda ser fructífero.
En esencia, esa es la respuesta que mi amiga recibió de su director espiritual cuando ella le expresó su temor de empezar cierta vocación porque podría acabar sola. Si no puedes ser un Charles de Foucauld, estarás solo pero en un camino muy fructífero.
Puede haber incluso algo de aventura en abrazar rápidamente la soledad y el celibato. Hace algunos años, yo dirigía espiritualmente a un joven lleno de fe e idealista. Lleno de vida y energías juveniles, sintió la misma poderosa sacudida de la sexualidad que sus compañeros, pero sintió además una fuerte atracción en otra dirección. Leía a Soren Kierkegard, Dorothy Day, Thomas Merton y Daniel Berrigan, y sintió una romántica atracción hacia el celibato y la soledad y retiro con los que entonces se encontraría. Leía también los Evangelios, que dicen cómo Jesús murió solo en una cruz sin que ninguna persona humana lo tomara de su mano. Como Jesús, quería ser un profeta solitario y morir solo.
Existe algo de admirable idealismo en eso, aunque quizás también un cierto orgullo y elitismo insanos en querer ser el héroe solitario que es admirado por mantenerse estoicamente fuera del círculo de la intimidad normal. Además, como célibe de por vida (y con votos públicos durante más de cincuenta años) yo ofrecería esta palabra de cautela. Un romántico sueño de celibato, al margen de lo fuertemente que esté enraizado en la fe, encontrará su prueba durante esas épocas y noches en que uno se ha enamorado, está cansado, se siente abrumado y tiene su sexualidad (y alma) gritando que no quiere morir solo en el desierto. Mantenerse en la soledad de Jesús, como dice Merton, es a veces un total infierno, bien que fructífero.
Morir solo en el desierto como Charles de Foucauld es suficiente respuesta.