«MUJER, ¿POR QUE LLORAS? ¿A QUIEN BUSCAS?»

CARMEN BERNABÉ

Jesús resucitó de entre los muertos y se dio a ver, se apareció. Los evangelios nos relatan algunas de estas cristofanías. María Magdalena fue destinataria de una de ellas. Al escucharle pronunciar su nombre reconoce a Jesús (Jn 20,11-18)

Querida Prisco: Me pides que te narre de primera mano mi en­cuentro con Jesús resucitado, aquella mañana única, que fue el principio de esa reali­dad nueva, gozosa y esperan­zada que compartimos. Apenas el sol comenzaba a aparecer por detrás del Monte de los Olivos y en el Templo se entonaban los primeros himnos, cuando salté de la cama y salí co­rriendo hacia el sepulcro donde le habían puesto. Poco después la ciudad recuperaría su vida cotidiana; pero para nosotros todo se había parado el viernes por la tarde. La no­che había sido un interminable pozo de an­gustia; lo habían matado, Jesús estaba muerto, todo se me había venido abajo.

Cuando llegué al sepulcro y lo encontré abierto y vacío, se me nubló la vista y me de­rrumbé. Sentí que todo había acabado. Co­mencé a llorar y así estuve no sé cuánto tiem­po. Miraba el sepulcro, y las imágenes y el eco de sus palabras se agolpaban en mi mente.

Veía los ojos brillantes de gozo de aquella pobre mujer a la que Jesús, después de ha­berla sanado, llamó hija de Abraham. ¿Sabes Prisca lo que significa ese título para noso­tras? Sólo los hombres podían llevarlo. Veía a Jesús enfadado con todos aquéllos que ponían la ley por encima de la misericordia y el amor. Una vez les dijo: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sába­do». Recordé aquel día en que, en descampa­do y a la hora de cenar, no se qué dijo Jesús o qué vimos en él que, de repente, lo poco que teníamos comenzó a multiplicarse. Todos está­bamos dispuestos a repartir con el vecino. Bastó y sobró. A menudo nos decía que sólo había un Padre y Señor que pedía unas rela­ciones fraternales, que se preocupaba por los pequeños, por los malos, por las mujeres, por ¡os oprimidos de mil formas. Todo esto pasaba por mi mente, y al ver el sepulcro vacío mi dolor se hacía desesperado. Todo aquello ha­bía desaparecido, no existía. ¿Tendrían razón los que le acusaban de estar loco o tener un demonio, de subvertir el orden querido por Dios, los que le habían acusado de blasfemo y que estando ya en la cruz se burlaban de él? El no estaba. No escucharíamos más su voz, ni volveríamos a sentir su presencia que nos llenaba de vida. Miré al sepulcro querien­do morirme yo también.

(JPG) Me pareció ver algo luminoso en el sepul­cro, pero yo sólo notaba el vado, el cuerpo de Jesús que había ido a buscar no estaba allí. De repente noté que no estaba sola. Entonces oí mi nombre, jera su voz, no podía confun­dirme! Estaba allí, a mi lado, no había duda, era él. ¡Así pues, él tenía razón, Dios estaba de su parte! ¡Todo lo que vivimos no había si­do una ilusión, era verdad! Después de haber sufrido su ausencia, quise agarrarle, retener­le; El me convenció que había otra forma de vivir su presencia, de seguir relacionándonos con él, tan cierta y real como la de antes. El estaría con el Padre, había vencido a la muer­te. Sabes Prisca, no es tan raro, es la presen­cia del amor. Cuando dos personas se aman y existe entre ellas una sintonía, una comunión, aunque tengan que estar físicamente aleja­das, se saben y se viven en presencia del otro, en su cercanía. Es otra clase de relación; no es fantasía, es real, muy real. Nunca están solos. Jesús, además, me envió a comunicárselo a los demás, a Pedro, a Juan, a Felipe, a Ma­ría… Luego todos juntos tendríamos la misma experiencia. El nos envió a comunicar la bue­na noticia de lo vivido a todo aquél que que­ría escuchar. Y el resto ya lo conoces…

Queridos Prisca y Aquila, sé que también vosotros, de otra forma, habéis tenido la ex­periencia del Jesús resucitado. Esta fue la mía, semejante a la del resto de nosotros, los que convivimos con Jesús. Recibid un fuerte abrazo. Miryam de Magdala.