Muriendo en manos seguras

12 de noviembre de 2013

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Es difícil pronunciar palabras de consuelo cuando estamos cara a cara con la muerte, incluso cuando la persona que murió vivió una vida plena y murió en las mejores circunstancias. Es especialmente duro cuando el que ha fallecido es una persona jóven, todavía necesitado de cuidados, y más aún cuando la persona joven no muere en circunstancias ideales.

Como sacerdote, he tenido que presidir muchos funerales de personas que han muerto jóvenes, como resultado de una enfermedad, un accidente o el suicidio. Este tipo de funerales son siempre doblemente tristes. Recuerdo uno en particular: un estudiante de Hight School muerto en accidente de coche. La Iglesia estaba abarrotada con la entristecida familia, amigos y compañeros de clase. Su madre, aún joven, estaba en el primer banco, cargada con la tristeza de su pérdida, y manifiestamente cargada de desazón por su hijo. Después de todo no era más que un muchacho, todavía necesitado de que cuidaran de él, necesitado todavía de una madre. Ella se sentía de hecho, al morir tan jóven, como huérfana de él.

No hay muchas palabras que ayuden en una situación como esta, pero incluso lo poco que se puede decir, en un día como ese, cuando la muerte es tan cruda, no ofrece demasiado consuelo emocional. ¿Qué se dice cuando se enfrenta una muerte como ésta? Simplemente que ese joven  está ahora en unas manos más amorosas, tiernas, suaves y seguras que las nuestras, que hay una madre al otro lado para recibirle y darle los cuidados que aún necesita, como hubo una a este lado cuando nació. Todos nacemos en los brazos de una madre. Esta es la imagen que necesitamos mantener ante nosotros para imaginar sanamente la muerte.

¿De qué va más concretamente esta imagen? Pocas imágenes son tan primarias y tiernas como la una madre sosteniendo y acunando a un recién nacido. En efecto, la letra de uno de los más conocidos villancicos de todos los tiempos, Noche de Paz, está inspirada precisamente en esta imagen. Joseph Mohr, un joven sacerdote alemán, salió a una cabaña del bosque en la tarde de navidad para bautizar a un recién nacido. Según dejó la cabaña, el niño se durmió en el regazo de su madre. Le llegó con tanta fuerza esta imagen, con la hondura y la paz que encarnaba, que, inmediatamente que regresó a la rectoría, compuso la famosa letra de Noche de Paz. Su director de coro, Franz Gruber, puso algunos acordes de guitarra a aquellas palabras que quedaron grabadas en nuestras mentes para siempre. La imagen arquetípica definitiva de la paz, la seguridad y la protección es un recién nacido en los brazos de su madre. Además cuando el niño nace no es sólo la madre la que le sostiene y acuna. La mayoría de todos los demás, también.

Quizá ninguna otra imagen es más apta, ponderosa y consoladora y que en términos precisos describa lo que nos sucede cuando morimos y despertamos en la vida eterna como la imagen de una madre sosteniendo y acunando a su recién nacido. Cuando morimos, morimos en los brazos de Dios y seguramente somos recibidos con tanto amor, dulzura y ternura como los que seguramente recibimos en los brazos de nuestras madres cuando nacimos. Más aún, seguramente estamos más a salvo que cuando nacimos aquí en la tierra. Sospecho, también, que más de unos pocos santos nos rodearán, esperando su oportunidad para acunar al nuevo niño. Por eso está bien, incluso si morimos antes de que estemos preparados, si aún necesitamos el cuidado de alguien que nos cuide, si todavía estamos necesitados de una madre. Estamos en manos seguras, cuidadoras y tiernas.

Esto es profundamente consolador  porque la muerte nos convierte en huérfanos y diariamente hay personas que mueren jóvenes, inesperadamente, sin estar preparadas, todavía necesitadas de cuidado en sí mismas. Todos morimos necesitando una madre. Pero tenemos la seguridad que nos da le fe, por la cual creemos que naceremos en unas manos más seguras y cuidadoras que las nuestras.

De cualquier manera éste consuelo no borra el dolor de la pérdida de un ser querido. Nada se lo borra porque nada puede. La muerte marca indeleblemente nuestros corazones porque el amor nos hiere de esa manera. Tal y como Dietrich Bonhoeffer dice: “Nada puede disfrazar la ausencia de alguien querido… no tiene sentido decir que Dios llena el hueco; Dios no lo llena, al contrario, Dios lo mantiene vacío de manera que éste vacío nos ayude a mantener viva nuestra comunión con los otros, incluso pagando el precio del dolor… Lo más querido y rico de nuestros recuerdos, la más difícil separación. Pero la gratitud cambia la herida de nuestros recuerdos por una alegría tranquila. La belleza del pasado nace, no como una espina clavada en la carne, sino como un precioso regalo para nosotros mismos.”