ECLESALIA, 26/12/05.- Navidad es la fiesta cristiana del nacimiento de los hombres, del nacimiento de la vida. De un modo paradójico, una de las personas que mejor han captado el carácter natal de la vida ha sido la antropóloga judía H. Arendt (La condición humana, Paidós, Barcelona 1993), cuando dice que las dos aportaciones fundamentales del cristianismo a la cultura humana han sido el descubrimiento del valor infinito de cada nacimiento y la capacidad del perdón, sabiendo en el fondo que ambos rasgos están vinculados.
Nacido de María Virgen. El credo de la iglesia afirma que Jesús nació de la virgen María (cf. Lc 1, 26-38 y Mt 1,18-25). Esta afirmación, que algunos han interpretado como puro mito de evasión, constituye uno de los signos privilegiados de la irrupción salvadora de Dios en la historia. Algunos teólogos muy reconocidos han pensado que el tema de la nacimiento virginal de Jesús (que sería de origen pagano) se encuentra, por su contenido, en una contradicción insoluble con la fe en la encarnación del Hijo (que sería origen cristiano), de manera que los relatos de Jn 1, 1-8 (encarnación) y los de Mt 1 y Lc 1 (nacimiento virginal) no podrían compaginarse. En contra de eso, hay que afirmar que preexistencia y concepción por el Espíritu son símbolos (¡no conceptos!) y que sirven para destacar el único misterio de la presencia de Dios desde perspectivas distintas: la preexistencia acentúa el hecho de que Cristo brota de la eternidad de Dios, naciendo en el tiempo; la concepción y nacimiento virginal muestran que el Cristo nace de la historia (de María), proviniendo del misterio generante del Espíritu divino. Ambos símbolos se implican y completan: precisamente porque nace sobre el mundo siendo preexistente, el Hijo de Dios rompe, desborda, el plano puramente cósmico del nacimiento; como representante y principio de la humanidad reconciliada, Jesús nace desde Dios, por el Espíritu Santo.
Jesús, humanidad de Dios. Todo nacimiento es un signo de perdón, es decir, un nuevo comienzo desde Dios, que ofrece a los hombres la oportunidad de comenzar su existencia, no desde el pecado y la violencia que parecen dominar toda la tierra, sino desde el mismo despliegue de la Vida de Dios. Así lo ha querido destacar el evangelio de Juan, lo mismo que los grandes himnos y testimonios de la teología paulina (cf. Flp 2, 6-11; 1 Cor 15, 42-43; Rom 5, 12-21). Desde ese fondo, partiendo de los textos del nacimiento evangélico (¡del nacimiento como evangelio!), la iglesia ha visto a María, grávida de Dios, como signo de maternidad virginal, presencia del poder de Dios que engendra y suscita la Vida en Amor, venciendo al Dragón o serpiente venenosa de la muerte. Ésta es una forma simbólica de expresar una experiencia que está en el fondo de los textos israelitas del Emmanuel (¡una doncella concebirá!: Is 7, 14) y de los grandes símbolos de la mujer del Apocalipsis (Ap 12, 1-4). En ese sentido, el nacimiento virginal de Jesús expresa la fuerza creadora de la Vida de Dios que se introduce en la misma vida humana. Jesús cumple así lo que parecía imposible: nace como hombre, en plena y total humanidad, dentro de la más dura violencia de la historia (en un mundo convulso), naciendo del amor de Dios, en manos del amor humano. Este nacimiento de Jesús nos ante un nuevo y más alto umbral de realidad. En medio de un mundo que parece condenado a interpretarlo todo en claves de violencia y pecado, de sistema imperial y exclusión de los pobres, nace Jesús, que es el signo de la fuerza de Dios, como sabe el Libro del Emmanuel, que los cristianos han aplicado a su nacimiento. Siendo un débil niño, Jesús es el príncipe de la paz (Is 9, 6), de tal manera que cuando su palabras se expanda por el mundo y todos puedan nacer como él, «habitarán juntos el lobo y el cordero» (Is 11, 6).
Fe y amor de madre. Los relatos de la infancia de Jesús afirman que María, su madre, concibió por obra del Espíritu Santo. Esa afirmación no puede tomarse en un sentido puramente biológico, pues entendida así la virginidad sería espiritualismo vacío: nacer sólo de mujer es menos perfecto que nacer del encuentro de un hombre y una mujer que se aman y amando hacen posible el despliegue de la vida de Dios. No es que en el nacimiento de Jesús falte varón: lo que falta es un varón patriarcalista y dominador que entiende el despliegue de la vida como una continuación de su dominio sobre los demás. En el fondo de los relatos del nacimiento Jesús se va mostrando, al lado de María, su madre, la presencia de un varón creyente, que escucha la voz de la Vida de Dios y que se pone a su servicio. Sólo el diálogo personal de María con la Palabra de Dios hace que ella sea virgen madre de la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). Sólo el diálogo con Dios, es decir, el amor gratuito, al servicio de la gracia de la vida, hace a José virgen padre. Al escuchar a Dios y al presentarse como Sierva del Señor, para volverse templo de su Espíritu (cf. Lc 1, 35. 38), María empieza a ser la virgen cristiana por la mente (por el corazón), en gesto de afirmación personal en que se incluye el mismo «vientre»; ella es virgen por ser madre que cree y que ofrece a Jesús una vida abierta al amor que se expresa en la solidaridad con los pobres. En esa línea, la iglesia ha logrado vincular la fiesta del nacimiento de Jesús con el signo de la Madre de Dios; pero ella, al menos por ahora, no ha logrado integrar el sentido y figura de José, padre virginal, quizá porque la figura de los padres varones sigue mucho más vinculada a la violencia de la historia, que Jesús ha venido a superar.
Nacimiento e historia de Jesús. Jesús no se define sólo por su referencia al padre José, como judío, representante de la ley y del mesianismo de este mundo, que le habría encerrado en la cadena de generaciones siempre repetidas de Israel (cf. Hebr 9), sino que ha superado ese nivel, para situarnos allí donde la vida se abre hacia todos los hombres, en pero que empieza desde los más pobres. En ese sentido no podemos llamarle, por ahora, sin más Yoshua ben Yosef (hijo de José), porque el viejo signo de José, hijo de David (cf. Mt 1, 20) sigue demasiado vinculado al mesianismo de los triunfadores. Por otra parte, el nacimiento virginal de Jesús ha de entenderse como encarnación plena del Hijo del Dios creador, en una línea abierta a todos los hombres, pues, como sabe Jn 1, 12-13, todos y cada uno de los creyentes nacen de Dios, superando el nivel de la pura carne y sangre, de la voluntad de poder del varón y de la ley del mundo. Todo nacimiento humano es (ha de ser) en esa línea un nacimiento virginal: Dios mismo nace en cada ser humano, de manera que, si se quiere utilizar ese lenguaje, todos los padres y madres que engendran y acogen la vida en amor son vírgenes.
Navidad y superación de la injusticia. Parece que la ley de evolución de los vivientes hace triunfar a las especies que mejor se adaptan, imponiéndose por encima de las otras. También la historia humana se vincula a la victoria de los fuertes, de manera que nacen y se desarrollan los que mejor luchan y vencen en la guerra de la historia. Algo de eso había presentido una tradición cristiana que interpretaba todo nacimiento como expresión de violencia carnal y pecado, pues «el mayor pecado del hombre es haber nacido» (así pueden afirmar San Agustín y Calderón de la Barca, los gnósticos antiguos y muchos budistas). Pues bien, en contra de eso, la concepción y nacimiento de Jesús nos sitúan en el lugar de la gran inversión de la historia: allí donde la vida se concibe y expande en gratuidad de amor, no en deseo violador. Los cristianos que, de un modo o de otro, han entendido la concepción y nacimiento en línea de pecado siguen en la línea del dualismo apocalíptico, donde todo nacimiento es violación diabólica (como supone la tradición de Henoc). En contra de eso, la iglesia sabe que Jesús no ha nacido por violación, sino por presencia amorosa del Espíritu de Dios, de tal manera que, como dice su madre en el Magnificat, él ha de abrir un espacio y camino de vida para los pequeños y los pobres, los hambrientos, derrotados y aplastados de la historia (cf. Lc 1, 46-55); con ellos nace, a favor de ellos quiere vivir, para que todo nacimiento humano sea nacimiento desde Dios. Jesús nace con los exilados de la historia, como sigue sabiendo el relato de Mt 2, 13-15, cuando añade que José tuvo que refugiarse en Egipto, con María y el niño, para liberarse y librarles de la política oficial de los que sienten amenazado su trono cuando nace el verdadero rey, es decir, cuando los hombres empiezan a vivir como libres.
Navidad, una mala nueva para los opresores del mundo. Nació Jesús de la gracia de Dios y de la gracia de María su madre (de sus padres), para que todos los hombres y mujeres de este mundo puedan nacen en un mundo de paz, abiertos al amor y al despliegue generoso de la Vida. Así lo puso de relieve H. Arendt, superviviente del holocausto nazi, pues sabía que sólo si aprendemos a nacer de un modo distinto, no para la seguridad y consumo del sistema homicida (Herodes), seremos capaces de sobrevivir, pues de lo contrario moriremos todos en los campos de concentración de los nuevos sistemas, que sólo nos dejan nacer como esclavos al servicio de su consumo. Este es el evangelio del nacimiento del Hijo de Dios, que Lc 2, 8-14 ha proclamado con palabras que evocan y superan el nacimiento de los emperadores del viejo mundo que se empeña en engañarse y matarse. Mirada de esa forma, la celebración de la Navidad, fiesta de padre y niños que engendran y nacen en amor, puede y debe convertirse en mala noticia para los representantes del sistema que, hoy como antaño, no quieren que nazca Moisés (Ex 2, 1-8), ni que nazca Jesús (Mt 2). Por eso, el Libro del Emmanuel, que ha servido a la iglesia para entender el nacimiento de Jesús, se dice no sólo que ha nacido el Príncipe de la paz (Is 9, 5), sino que él ha roto la vara del opresor, el yugo de su carga (Is 9, 3). Como suele suceder con frecuencia, los opresores de este mundo quieren adueñarse de la Navidad, convirtiéndola en un momento más de su gran feria de opresiones, al servicio de su consumo. Pero el Dios que nace en Jesús y en cada niño abierto al amor es más fuerte. Por eso, la navidad puede y debe convertirse en mala noticia para los que se valen de todos los medios, incluso de los religiosos, para oprimir a los pobres. Sólo en esa línea puede ser fiesta del perdón.
XAVIER PICAZA