Dios nos creó a su imagen y semejanza, y nosotros nunca hemos cesado de devolver el favor.
Siempre estamos “creando a Dios” a nuestra imagen y semejanza. Describimos a Dios -es decir, lo que creemos que Dios es y lo que él significa-, conforme a lo que nos imaginamos cómo debería ser el mismo Dios. A veces esa descripción habla en nombre de lo mejor que hay en nosotros, y a veces ocurre lo contrario. En cualquiera de los dos casos, estamos normalmente muy lejos del Dios que Jesús reveló. Por eso con frecuencia creemos en un Dios y predicamos un Dios que, como nosotros, es celoso, arbitrario, leguleyo, imparcial, aterrador, obseso por protegerse a sí mismo, vengativo, incapaz de perdonar, y violento.
No ocurre por casualidad el que en cada época, incluyendo la nuestra, la peor violencia, el fanatismo, y la matanza se justifiquen, por lo general, en nombre de Dios, incluso cuando eso se realiza en nombre del ateísmo o del secularismo.
Hoy vemos esto, quizás de la forma más clara, en los extremistas islámicos, que invocan explícitamente el nombre y la causa de Dios mientras al azar dan rienda suelta a la matanza. Pero, vemos esto mismo también, de una forma más sutil, en cada religión y en cada ideología secular.
En algún momento, en alguna parte, se da invariablemente una justificación divina por algo que es injusto, basado en un “Dios” que ha sido modelado conforme a la imaginación humana, con sus limitaciones muy reales, prejuicios, heridas, e instintos auto-protectores.
Afortunadamente, tenemos mecanismos innatos para la salud y, siempre que disparatamos y nos hacemos mal, algo dentro de nosotros reacciona. Esto es así no sólo para nuestros cuerpos, sino también para nuestras almas. La fe tiene incorporado su propio sistema inmune. Queremos un Dios conforme a nuestras propias condiciones, pero en definitiva eso no funciona. El amor divino y la revelación divina son puros dones, y la dinámica interior de la fe nos asegura que se tienen que recibir como puros dones o no se reciben en absoluto.
Por eso, como vemos por la Escritura, la auténtica revelación, una verdadera irrupción de Dios en nuestras vidas, siempre ocurre por sorpresa, como algo que no hemos podido anticipar, programar para nosotros mismos, manipular o incluso imaginar. Así la Escritura nos dice que reservemos un espacio especial en nuestras vidas para lo no familiar, lo extraño, lo extranjero, para la persona que es completamente diferente a nosotros. Lo que nos es desconocido es lo que nos trae la revelación de Dios. Una de las señales de la verdadera revelación es que nos ensancha, nos adentra en territorio nuevo, y nos abre a las realidades que no podemos ni imaginar.
Y por eso a veces experimentamos “noches oscuras del alma” en nuestra fe y en nuestras creencias religiosas. Lo que ocurre es que nuestras seguridades religiosas, incluyendo nuestro sentimiento imaginativo de la existencia de Dios, desaparecen, y nos quedamos no sólo con una inseguridad nueva y sorprendente (para nosotros) en cuanto a nuestra creencia religiosa, sino, todavía más penoso, con la incapacidad de imaginar, con certeza alguna, la existencia y naturaleza de Dios. Nuestras facultades interiores para sentir, imaginar y vivenciar la existencia de Dios se agotan y nos dejan en un cierto “agnosticismo”.
Los místicos llaman a esta situación “noche oscura del alma” y nos aseguran dos cosas: Primera, que Dios no desaparece, sino que lo que realmente desaparece es nuestro modo anterior (egoísta) de conocer y de adherirnos a Dios. Segunda, que nuestras seguridades religiosas tienen que desaparecer, precisamente porque tienen oculto dentro de sí demasiado de nosotros mismos. La especie de agnosticismo que sentimos (y a-gnóstico significa “no conocer”) es un no-conocer saludable, una ignorancia que nos abre a una manera más pura y profunda de vivenciar a Dios. Fundamentalmente, lo que una “noche oscura del alma” hace es limpiar los falsos escombros, las falsas seguridades, y las imágenes manipuladoras de Dios que creamos para nuestro provecho.
Cuando C. S. Lewis luchaba con su decisión de hacerse cristiano, una de sus mayores dudas ocurrió porque era incapaz de imaginar por sí mismo el misterio de la redención, cómo la muerte de Jesús pudiera tener un efecto salvador sobre otros. Uno de los momentos críticos en su decisión de hacerse cristiano llegó como el resultado de un reto de J.R.R. Tolkien, el autor de “El Señor de los Anillos”. Al oír a Lewis expresar su duda, Tolkien le dijo sencillamente: “¡Eso es simplemente que te falta imaginación!” Y esa es la pura verdad. Ciertamente Dios y los grandes misterios se sitúan más allá de nuestra imaginación o fantasía y a veces, cuando intentamos imaginarlos, experimentamos una especie de agnosticismo, precisamente porque acabamos encontrándonos a nosotros mismos más que al verdadero Dios. ¡Y no deberíamos creer en nosotros mismos!
Paul Tilich definió una vez la religión auténtica como lo que logramos cuando, en nuestra búsqueda religiosa, sintonizamos con una realidad y una conciencia que nos sobrepasa, como contrario a palpar lo más elevado dentro de nosotros o lo más elevado dentro de las ideas colectivas de la humanidad. En la auténtica religión encontramos a Dios; no nos encontramos a nosotros mismos.
Pero luchamos con todo denuedo para sintonizarnos con una religión auténtica, para dejar de modelar a Dios a nuestra propia imagen y semejanza. Y, precisamente por eso, sentimos a veces la fe como una oscuridad, más que como una luz, como un anhelo más que como una certeza, y como un sentimiento de ausencia dolorosa más que como una sensación de gozosa presencia.