Testimonio de A. esposa y madre, colaboradora incondicional de la Parroquia de S. Isidro en la Ceiba.
En mi niñez estuvo ausente el amor de mi madre. Mi padre siempre fue un hombre responsable, pero también soberbio, parrandero, mujeriego, bolo. Cuando conoció a mi madre, él ya tenía una hija de su compromiso anterior que quedó huérfana porque su madre murió cuando ella tenía tres años, con la suerte de haber crecido con su abuela materna. Esta hermana nos crió a los tres hijos que mi padre procreó con mi madre, tomándose ella la responsabilidad de cuidar de nosotros; mi madre sufría mucho con mi padre, porque además de mujeriego, la hincaba y la golpeaba. Mi madre entonces se vio obligada a dejarnos abandonados y se marchó. Nunca supimos de ella hasta que yo tuve 24 años, mi hermana 23, mi hermano murió. Mi madre ya había perdido la cuenta de los años y las situaciones de sus hijos. Nos había dejado de dos años, de un año y de meses.
Mi padre nos tuvo en poder de mi hermana y su abuela hasta la edad de 10 años. De allí anduvimos de mano en mano. Tuve cuatro madrastras; nos maltrataron física y moralmente. Mi padre aparentaba ante los demás un hogar estable pero no fue así nunca. Ninguna de ellas nos dio amor. Nunca le di la espalda a mi madre ni le reproché que nos abandonara; le brindé mi amor, le serví hasta su muerte. Pude haber actuado de mala manera con ella, pero era el ser que me había dado la vida; y, ahora que conozco más de cerca a mi Padre Dios, le doy gracias por poder perdonar y conocer que madre sólo hay una y una madre es la imagen más clara de Dios”.