La novela de Margaret Laurence, “Una Broma de Dios”, nos cuenta la historia de dos hermanas: Una de ellas, Raquel, en sus cuarenta, soltera todavía y sin hijos, es una destacada maestra de escuela primaria. La otra es un ama de casa, dedicada exclusivamente, a tiemplo completo, a cuidar de sus hijos.
Raquel, conforme pasan los años y al encontrarse todavía sin hijos propios, siente que su frustración aumenta. Trabaja con niños todo el día, cada día, pero no son hijos suyos. Los niños entran a su aula, aprenden de ella, cruzan por su vida, pero después pasan a otras aulas y a una vida lejos de ella. Raquel sufre profundamente por esta fugacidad, esta falta de posesión. Todo su interior clama a gritos por sus hijos propios, niños que simplemente no sólo pasen a través de su vida.
Un día Raquel comparte su frustración con su hermana, confesándole lo doloroso que es para ella tener niños que pasan por su vida, un grupo diferente cada año, y no tener nunca ninguno que sea realmente hijo suyo propio.
Pero su hermana es poco comprensiva con ella. Le confiesa a Raquel, en efecto, que, aun siendo madre, ocurre lo mismo. Tus hijos cruzan también por tu vida y pasan a sus vidas propias, lejos de ti. Ellos tampoco son realmente nunca hijos tuyos, de tu propiedad, alguien a quien posees. Los hijos nunca son realmente tuyos, independientemente de que seas su madre natural, o su madre adoptiva o su maestra. Ellos tienen sus propias vidas, vidas que tú no posees en propiedad.
Hay en todo esto algunas verdades importantes: Los hijos nunca son realmente de nuestra propiedad exclusiva. Se nos han entregado como don, en fideicomiso, por un tiempo, corto tiempo de hecho, durante el cual se nos pide que seamos sus padres, sus maestros, sus mentores, sus pastores, sus tíos y tías, sus guardianes, pero no son, en definitiva, hijos nuestros. Sus vidas les pertenecen a ellos mismos, y a Dios. Darse cuenta de eso es desafiante y consolador a la vez.
Que es desafiante, es bien obvio: Si aceptamos esos principios, entonces es menos probable que como padres, maestros y guardianes seamos manipuladores de nuestros hijos. Es menos probable que percibamos a un hijo como a un satélite que gira en nuestra propia órbita o como alguien cuya vida debe ser modelada según nuestra imagen y semejanza. Por el contrario, si aceptamos que ellos son personas independientes por sí mismas, podremos ofrecer nuestro amor, apoyo y orientación con menos condiciones egoístas.
Que es consolador, ya no es tan obvio, pero aquí está mi punto más importante: Si aceptamos que nuestros hijos no son realmente propiedad nuestra, entonces nos percataremos también de que no estamos solos al educarlos. ¿Cómo es eso?
Nuestros hijos no son nuestros, son hijos de Dios. En resumidas cuentas, nosotros, todos nosotros, sólo somos sus guardianes. Dios es el verdadero padre; y el amor, el cuidado y la preocupación de Dios por ellos siempre excederán a los nuestros. Tú nunca eres una “madre soltera”, aun cuando estés criando a tus hijos sola. Dios está a tu lado, amándoles, cuidándoles, convenciéndoles con zalamerías, inquietándose por ellos, tratando de inculcarles valores, intentando despertar en ellos el amor, preocupándose sobre qué amigos tienen, interesándose por lo que están viendo en internet, y por ellos pasando sin pegar ojo las mismas noches que tú. La preocupación y responsabilidad de Dios exceden también las nuestras.
Además, Dios tiene el poder de tocar el corazón de un hijo y se abre paso hacia un hijo de una forma que tú, como padre o madre, con frecuencia no logras. Tus hijos pueden rehusar escucharte, volverte la espalda, rechazar tus valores y desentenderse de todo lo que defiendes; pero hay siempre todavía otro padre, Dios, a quien no pueden darle la espalda. Dios puede penetrar en lugares, hasta en el infierno mismo, en los que nosotros no podemos penetrar. Dios está siempre ahí, con un amor más paciente y con un cuidado más intenso que los nuestros. De ahí podemos extraer ánimo y consuelo. Nuestros hijos están siempre rodeados por un amor, una responsabilidad, una inquietud y una invitación a despertar al amor, que exceden de lejos todo lo que nosotros podamos ofrecer. Dios es el verdadero padre y tiene poderes que nosotros no tenemos.
Esto ha sido especialmente importante y consolador si alguna vez hemos perdido trágicamente a un hijo, sea por un accidente que se hubiera podido prevenir, por un suicidio, por abuso de drogas o alcohol, o sea por una serie de amigos y de un estilo de conducta que acabaron quitándole la vida y, como padre, madre o guardián, te encuentras sintiéndote culpable e inquisidor: ¿Por qué fallé tan catastróficamente en esto? ¿Cuánta culpa tengo yo por este fracaso?
De nuevo, es útil recordar y tomar conciencia de que no éramos, ni somos aquí los únicos padres; y cuando ese hijo murió, por muy trágicas que fueran las circunstancias, él fue acogido por manos mucho más amables que las nuestras, fue abrazado con una comprensión mucho más profunda que la nuestra y fue recibido en los brazos de un padre mucho más cariñoso que nosotros. Nuestro hijo se desprendió ya de nuestro cuidado adoptivo y de nuestra incapacidad de proveer todo para él, para vivir en adelante con un padre-madre -Dios mismo– que puede darle la protección, orientación y plena alegría que nosotros jamás pudiéramos ofrecerle plenamente.
Traducido para Ciudad Redonda por : Carmelo Astiz, cmf