No cultivar la impaciencia

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Hace treinta y cuatro años, cuando lancé esta columna, nunca habría dicho esto: La impaciencia no es algo que deba ser cultivado, a pesar de lo romántico que podría parecer. No confundáis a Jesús con Hamlet, la paz con la inquietud, la hondura con el desagrado ni la paz genuina con la ansiedad existencial del artista. La impaciencia en nosotros no necesita ser fomentada; produce suficiente estrago por sí misma.

Pero yo soy converso tardío para este modo de ver. Desde la más tierna infancia hasta incluso la media edad, viví un romance con la impaciencia, con el estoicismo, con ser el forastero solitario, con ser el único en la reunión que encontraba todo demasiado superficial para ser real. Tal vez eso contribuyó a que optara por el seminario y el sacerdocio; ciertamente eso ayuda a explicar por qué titulé esta columna En el exilio. Durante la mayor parte de mi vida, he equiparado impaciencia con profundidad, como algo que debe ser cultivado.

Esto me vino naturalmente, y a todo lo largo del camino he encontrado valerosos guías que me ayudaron a cargar mi soledad en ese camino. Durante mis años de bachillerato, estuve intrigado con Hamlet, de Shakespeare. Lo memoricé virtualmente. Hamlet representaba la profundidad, la intensidad y la aventura; no era un bebedor de cerveza. Para mí, él era el profeta solitario, radiante profundidad más allá de la superficialidad

En los años de seminario, me gradué en Platón (“Estamos encendidos en la vida con una locura que viene de los dioses y nos hace creer que podemos alcanzar un gran abrazo, hacernos inmortales y contemplar lo divino”); en Agustín (“Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti”); en Juan de la Cruz (“Vamos por la vida encendidos por urgentes anhelos de amor”); en Karl Rahner (“En la angustia de la insuficiencia de todo lo accesible, aprendemos que aquí, en esta vida, no hay ninguna sinfonía acabada”). Leer a estos pensadores me ayudó a poner mi juvenil romanticismo bajo una alta valla simbólica.

Junto con estos escritores, estuve muy influido por algunos novelistas que me ayudaron a infundir en mí la idea de que la vida debe ser vivida con una tal intensidad interior y alto romanticismo como para excluir cualquier simple satisfacción en el estado normal de la vida, los placeres y los gozos  domésticos de todos los días. Para mí, los personajes de Nikos Kazantzakis alumbraron una pasión que los hizo virtualmente divinos e irresistiblemente envidiables, aun cuando lucharon por no auto-destruirse; Iris Murdoch describió amores que eran muy obsesivos, y aun así tan atractivos, como para hacer todo fuera de ellos irreal; y Doris Lessing y Albert Camus me sedujeron con imágenes de una inquietud interior que hicieron que la vida ordinaria pareciera  insulsa y no digna. La idea añadió en mí que era mucho más noble morir en un anhelo no recompensado que vivir en cualquier otra cosa. Mejor muerto en intensidad que vivo en normalidad doméstica. La impaciencia debía ser fomentada.

Y muchas cosas en nuestra cultura, especialmente en las artes y en la industria del entretenimiento, fomentan esa tentación, a saber, auto-definirse como inquieto e identificar esta inquietud con la profundidad y con la ansiedad del artista. Una vez que nos definimos de este modo, como románticos complejos e incurables, tenemos una excusa para ser difíciles y también tenemos una excusa para la traición y la infidelidad. Por ahora, en palabras de una canción de The Eagles, somos espíritus inquietos en una lucha sin fin. Comprensiblemente, entonces, volamos sobre las reglas ordinarias por la vida y la felicidad, y nuestra complejidad es suficiente justificación para cualquier manera de actuación. Como Amy Winehouse se auto-define famosamente: “Te dije que yo era un problema, y sabes que no soy buena”. ¿Por qué debería alguien ser confundido por nuestro rechazo de la vida normal y la felicidad ordinaria?

Hay algo dentro nosotros, particularmente cuando somos jóvenes, que nos tienta hacia esa especie de auto-definición. Y, para ese tiempo de nuestras vidas, cuando somos jóvenes -creo yo- eso es saludable. Se supone que los jóvenes son super-idealistas, incurablemente románticos y recelosos de cualquier pesada caída en la instalación por segundo-mejor. Como Doris Lessing dice, ¡sólo hay un verdadero pecado en la vida y eso es llamar segundo-mejor a cualquier otra cosa distinta de lo que es, segundo-mejor! Mi deseo es que toda la gente joven leyera a Platón, Agustín, Juan de la Cruz, Karl Rahner, Nikos Kazantzakis, Iris Murdoch, Doris Lessing, Jane Austin y Albert Camus.

Pero, fuera de  autores tales como Platón, Agustín, Juan de la Cruz y Karl Rahner, que integran esa insaciable impaciencia y ansiedad existencial en una narrativa más grande y significativa, nosotros deberíamos estar hartos de definirnos como inquietos y de cultivar eso. El alto romanticismo sólo nos servirá bien si por fin lo situamos en una auto-comprensión que no haga de la impaciencia un fin en sí misma. Sólo tener sentimientos nobles no traerá mucha paz a nuestras vidas y, mientras envejecemos y maduramos, la paz no viene a ser el premio. Romeo, Julieta, Hamlet, Zorba el griego, el doctor Zhivago y las otras figuras tan románticas de nuestras pantallas y de nuestras novelas pueden encender nuestras  imaginaciones románticas, pero no son al fin imágenes al estilo de la intimidad que favorece un permanente encuentro de corazones dentro del cuerpo de Cristo.