No ser tacaños con la misericordia de Dios

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Hoy día, por diferentes razones, nos esforzamos por ser generosos y pródigos con la misericordia de Dios.

Mientras el número de personas que asisten a los servicios de la iglesia continúa descendiendo, la tentación entre muchos de nuestros líderes y ministros de iglesia es ver esto más como una poda que como una tragedia y responder haciendo la misericordia de Dios menos accesible en vez de más. Por ejemplo, un profesor de seminario a quien conozco me comunica que, después de cuarenta años de enseñar a un curso dedicado a preparar a seminaristas para administrar el sacramento de la penitencia, hoy a veces la primera cuestión que preguntan los seminaristas es: “¿Cuándo puedo denegar la absolución?” En efecto, ¿en qué grado debo ser escrupuloso al dispensar la misericordia de Dios?

Para su crédito, su motivación es principalmente sincera, aunque mal orientada. Sinceramente, tienen miedo de desempeñar su ministerio rápidamente y ser demasiado permisivos con la gracia de Dios, temiendo que podrían acabar administrando la gracia de forma un tanto barata.

En parte, es un motivo válido. El temor de desempeñar su ministerio rápidamente y ser demasiado permisivos con la gracia de Dios, juntamente con cuestiones de sobre la verdad, ortodoxia, forma pública idónea y temor de escándalo tienen su propia legitimidad. La misericordia necesita siempre ser moderada por la verdad. Pero, a veces, los motivos que dirigen nuestra incertidumbre son menos nobles, y nuestra ansiedad sobre el hecho de distribuir la gracia de manera un tanto barata sobrepasa la timidez, el miedo, el legalismo y nuestro deseo -aunque inconsciente- por el poder.

Pero, incluso cuando la misericordia es impedida por las más nobles de esas razones, estamos mal orientados, somos malos pastores, desentonados del Dios que proclamó Jesús. La misericordia de Dios, tal como Jesús la reveló, abraza indiscriminadamente al malo y al bueno, al indigno y al merecedor, al principiante y al iniciado. Una de las visiones verdaderamente sorprendentes que Jesús nos dio es que la misericordia de Dios, como la luz y el calor del sol, no puede dejar de salir para todos. Consecuentemente, la misericordia siempre es libre, inmerecida, incondicional, abraza a todos y tiene un alcance más allá de toda religión, costumbre, rúbrica, cortesía política, programa mandatario, ideología e incluso pecado.

Entonces, por nuestra parte -en especial aquellos de nosotros que somos padres, ministros, maestros, catequistas y ancianos- debemos arriesgar proclamando el carácter pródigo de la misericordia de Dios. No debemos malgastar la misericordia de Dios como si gastar fuera lo nuestro; ni repartir el perdón como si fuera una mercancía limitada; ni poner condiciones al amor de Dios como si Dios fuera un tirano subalterno o una ideología política; ni cortar el acceso a Dios como si nosotros fuéramos los guardianes de las puertas del cielo. No lo somos. Si atamos la misericordia de Dios a nuestra propia cortedad y miedo, la reducimos a la dimensión de nuestras propias mentes.

Es interesante notar en los evangelios cómo los apóstoles -bienintencionados, por supuesto- trataban con frecuencia de mantener lejos de Jesús a cierta gente, como si no fueran dignos, como si fueran una afrenta a su santidad o mancillasen de algún modo su pureza. Así que trataban constantemente de impedir a niños, prostitutas, recaudadores de impuestos, pecadores reconocidos y no iniciados de todas las clases, que se acercaran a Jesús. Sin embargo, Jesús siempre desechaba sus intentos con palabras en este sentido: “¡Dejadlos que vengan! ¡Quiero que vengan!”

Al comienzo de mi ministerio, viví en una rectoría con un santo sacerdote anciano que pasaba de los ochenta años. Además, se encontraba casi ciego, pero era ampliamente buscado y respetado, especialmente como confesor. Una noche, estando solo con él, le hice esta pregunta: “Si Vd. tuviera que vivir otra vez su sacerdocio, ¿haría algo de diferente manera?” De un hombre tan íntegro, yo esperaba del todo que no tendría ninguna pena. Así que su respuesta me sorprendió. Sí, tenía una pena, una pena especial, según dijo: “Si tuviera que vivir de nuevo mi sacerdocio, la próxima vez sería más asequible a la gente. No sería tan tacaño con la gracia de Dios, con los sacramentos, con el perdón. Me temo que he sido demasiado duro con la gente. Han sufrido bastante sin mí y la iglesia cargando pesados fardos sobre ellos. Debería haber arriesgado más la gracia de Dios”.

Me impactó esto, porque, menos de un año antes, mientras tenía mis exámenes finales en el seminario, uno de los sacerdotes que me examinó me dio este consejo: “Ten cuidado, dijo, no seas blando. Sólo la verdad mantiene libre a la gente. Arriesga la verdad sobre la misericordia”.

Ahora que envejezco, me inclino más al consejo del sacerdote anciano: Necesitamos más arriesgar la misericordia de Dios. El lugar de la justicia y la verdad nunca debería ser ignorado, pero debemos arriesgar permitiendo a la infinita, inmensa, incondicional e inmerecida misericordia de Dios fluir libre.

Pero, como los apóstoles, nosotros -personas bienintencionadas- siempre estamos tratando de mantener a ciertos individuos o grupos lejos de la misericordia de Dios, como sucede en la palabra, el sacramento y la comunidad. Pero Dios no quiere nuestra protección. Lo que Dios quiere para cada uno es -sin tener en cuenta la moralidad, ortodoxia, falta de preparación, edad, cultura- venir a las ilimitadas aguas de la misericordia divina.

George Eliot escribió una vez: “Cuando la muerte -la gran reconciliadora- ha llegado, nunca nos arrepentimos de nuestra ternura, sino de nuestra severidad”.