Su madre dice: “No tienen vino” (Jn 2, 3). Aún recuerdo la imagen de la madre Teresa de Calcuta, cuando pude estar a su lado, junto con otros hermanos claretianos, en Calcuta, la engañosamente llamada “ciudad de la alegría”. Recuerdo el aroma que emanaba su frágil figura, la digna pobreza patente en el vestido que endosaba, un “sari” blanco y azul, confeccionado por los leprosos y con remiendos. Recuerdo también una cara, marcada por las arrugas, donde dejó estrago la agonía devastadora de tantos hermanos moribundos. Sobre todo recuerdo unos ojos, resplandecientes en medio de la noche de ese rostro tiznado por las arrugas.
Jamás he visto unos ojos así: vivos, penetrantes, refulgentes; como dos hogueras silenciosas, como dos soles encendidos, que alumbran y queman. Su palabra tenía la misma dulzura que pudiera tener la voz de Jesús cuando hablaba a la gente en el sermón del Monte. Y un aire fresco, original, envolvente nos recorria por dentro. Aunque Jesús decía que no debíamos preocuparnos; una cosa sí le preocupaba y le urgía: el poder llevar el evangelio de la misericordia a China, que sus hijas estuviesen presentes en esa inmensa tierra, y fuesen testigos de la misericordia de Dios. No sé cuantos rosarios –nos indicó- rezaba diariamente para que esta nación abriese sus puertas a la salvación de Jesús. Y decía: “mis ojos miran a China, me duele tanto China…”
Este sentido recuerdo vale para entender una actitud de María. Dice el evangelio de S. Juan suscintamente que María está en Caná, donde se celebran unas bodas. Y falta el vino. Nadie cae en la cuenta, cada uno está pendiente de lo que tiene delante, ajeno y distante a los problemas. Sólo María –apunta el evangelio- abre los ojos a esos jóvenes esposos, que iban a quedar abochornados.
María mira y se preocupa. Por eso, llena al mismo tiempo de solicitud, confianza y sencillez, presenta el problema ante quien puede resolverlo y constata: “No tienen vino”. El evangelio pone estas palabras en su boca. No sólo dice a Jesús que a estos esposos les fata el vino, sino que ya no hay vino. Existe una carencia total. Su petición no se limita a una escena confinada en un pueblo de Caná de Galilea, su súplica se extiende a la historia y se abre al mundo; pues nuestra humanidad carece de vino, está triste, apesadumbrada. Por eso se dirige a Jesús, el único que puede traer el don de la alegría. A pesar de unas expresiones que indican una cierta distancia de Jesús respecto a su madre: “Qué nos va a ti y a mí”, ella prosigue adelante en su empresa, sin desalentarse, y dice: “Lo que él os diga, eso haced”. María es la mujer que hace posible el milagro. Ella posee el secreto y el misterio: mira el mundo desde su corazón. María es la mujer de los ojos dilatados por el amor. Su misericordia le agiganta los ojos. Por eso mira siempre desmesuradamente. Hoy, frente a tanta tristeza y ausencia, es menester el milagro de unos ojos abiertos, que sepan mirar, y al mirar condolerse y socorrer. Con ellos amanece el día, y acaba la noche. Empezamos a saborear el vino de la alegría y a repartirlo. Que María, la mujer de los ojos siempre abiertos, sepa abrirnos los ojos y el corazón.