“Yo soy ciudadano, no de Atenas ni de Grecia, sino del mundo”. Sócrates escribió esas palabras hace más de veinticuatro siglos. Hoy más que nunca éstas son palabras que necesitaríamos apropiarnos porque, más y más, nuestro mundo y nosotros mismos estamos sumergiéndonos en formas perjudiciales de tribalismo donde nos importa en primer lugar tener cuidado de nosotros mismos.
Hoy vemos esto por todos sitios. Tendemos a pensar que esto vive sólo en círculos de extremismo, pero está siendo defendido virtualmente, con un fervor moral siempre intensivo, en todos los lugares del mundo. Eso suena así: ¡América primero! ¡Inglaterra primero! ¡Mi país primero! ¡Mi estado primero! ¡Mi iglesia primero! ¡Mi familia primero! ¡Yo primero! Más y más, estamos haciéndonos la prioridad y definiéndonos de maneras que no sólo van contra el Evangelio sino también nos están haciendo inferiores en espíritu y más avaros de corazón. ¿Qué hay que decir sobre esto?
Lo primero de todo, va contra el Evangelio, contra casi todo lo que enseñó Jesús. Si los Evangelios son claros en todo, hablan claro de que todas las personas de este mundo son iguales a los ojos de Dios, que todas las personas de este mundo son hermanos nuestros, que se nos pide compartir liberalmente los bienes de este mundo con todos, especialmente con los pobres, y, lo más importante, que no estamos para ponernos los primeros, sino que estamos siempre para considerar las necesidades de otros antes que las nuestras propias. Todos los eslóganes que de alguna manera ponen primero “yo”, “nosotros”, “lo mío”, “mi grupo”, “mi país”, niegan esto. Además, esto no se aplica sólo a pequeño nivel, donde volvemos amablemente a la delicadeza de permitir a otro entrar en un lugar delante de nosotros; se aplica, y especialmente así, a nosotros como conjunto de naciones. Para nosotros, como naciones, hay una cierta inmoralidad e inmadurez al pensar primero, y primariamente, en nuestros propios intereses, como contrario a pensar como ciudadanos del mundo, comprometidos en el bien de todos.
Y la verdad de esto se encuentra no sólo en Jesús y los Evangelios, sino también en lo que hay más grande y mejor en nosotros. La auténtica definición de tener un gran corazón se afirma precisamente alzándose sobre el auto-interés y queriendo sacrificar nuestros propios intereses en aras del bien de otros y del bien de una comunidad más amplia. Lo mismo vale para ser amplio de miras. Somos amplios de miras exactamente en la medida en que somos sensibles a una imagen más amplia y podemos integrar en nuestro pensar las necesidades, heridas e ideologías de todos, no sólo las de su propia clase. Eso es lo que significa entender, más bien que simplemente ser inteligente. Cuando somos mezquinos, somos incapaces de entender más allá de nuestras propias necesidades, nuestras propias heridas y nuestras propias ideologías.
Esto lo sabemos también por experiencia. En nuestros mejores días, nuestros corazones y mentes están más abiertos, más dispuestos a abrazar más ampliamente, más dispuestos a aceptar las diferencias y más dispuestos a sacrificar el auto-interés por el bien de otros. En nuestros mejores días, somos amables, de gran corazón y comprensión, y, en esos días, es impensable para nosotros decir: ¡Yo primero! Sólo nos ponemos primeros y dejamos que nuestros intereses aventajen a nuestra propia bondad de corazón los días en que nuestras frustraciones, heridas, cansancio y contagios ideológicos nos abruman. Y aun cuando volvamos a la mezquindad, parte de nosotros sabe que esto no es lo mejor para nosotros sino que somos más de lo que nuestras acciones delatan en ese momento. Bajo nuestras heridas y dolencias ideológicas, permanecemos afianzados en la verdad de que somos, primero, ciudadanos del mundo. Aún late un corazón sano bajo el nuestro herido e infectado.
Por desgracia, hoy casi todo en nuestro mundo induce a esto. Somos hijos adultos de René Descartes, que ayudó a modelar la mente moderna con su famoso dicho: ¡Pienso, luego existo! Nuestros propios dolores de cabeza y pesares son lo que nos resulta más real, y ajustamos la realidad y el valor a otros en primer lugar en relación a nuestra propia subjetividad. Por eso podemos decir tan fácilmente: ¡Yo primero! ¡Mi país primero! ¡Mis pesares primero!
Pero no puede haber paz, ni comunidad mundial, ni verdadera fraternidad, ni real comunidad eclesial mientras no nos definamos, en primer lugar, como ciudadanos del mundo, y sólo en segundo lugar, como miembros de nuestra propia tribu.
Se entiende que necesitemos tener cuidado de nuestras propias familias, de nuestros propios países y de nosotros mismos. La justicia pide que también nos tratemos convenientemente. Pero, al fin, la tensión aquí es falsa, esto es, las necesidades de otros y nuestras propias necesidades no están en competencia. Atenas y el mundo son de una misma pieza. Nos servimos de la mejor manera a nosotros mismos cuando servimos a otros. Somos lo más amables para con nosotros cuando somos amables con los otros. Sólo siendo buenos ciudadanos del mundo somos buenos ciudadanos en nuestros propios países.
Ponernos a nosotros primero va contra el Evangelio. Es también una pobre estrategia: Jesús nos dice que, al fin, los primeros serán los últimos.