Nucleo Vivo – Edificar sobre roca o sobre arena

"Toda la doctrina de Séneca -afirma Angel Ganivet- se condensa en esta enseñanza: No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre"1

Para vivir de verdad una auténtica vida cristiana, se necesita un núcleo vivo, un eje diamantino en torno al cual gire toda la existencia. Un centro ordenador de la vida entera. Un pilar firme e inconmovible que sostenga todo lo que somos y todo lo que hacemos. Una columna de bronce o un cimiento de roca que dé solidez y consistencia a nuestro edificio personal.

Ahora bien, sólo una verdad dogmática, un misterio de fe, en el pleno y riguroso sentido de la palabra, reúne las condiciones necesarias para centrar y orientar definitivamente nuestra persona y nuestra vida. Los dogmas cristianos son una realidad viva y vivificadora. No son sólo un don para la inteligencia, sino un don para toda la persona, es decir, para la vida.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Desde esa realidad viva y dinámica  desde ese concreto dogma cristiano  hay que organizar y vivir todo lo demás, en forma coherente y armónica, hasta que la vida sea de verdad vivencia, o sea, una experiencia intensa, vibrante, profunda y duradera, que se incorpora a la propia psicología y llega a formar parte irrenunciable de la propia personalidad.

Todo cobra un nuevo sentido desde ese núcleo vivo. Todo alcanza su verdadera unidad y su exacta perspectiva. Ya nada está disperso ni es fuente de dispersión. Todo brota de un centro único y todo converge en él.

No se trata, pues,  como alguien pudiera creer apresuradamente  de prescindir de las llamadas ‘virtudes’, como si fuera posible una auténtica vida espiritual sin ellas. Se trata, más bien, de una cuestión pedagógica: ¿Qué sentido tienen esas ‘virtudes’, cómo hay que entenderlas y ‘desde dónde’ hay que vivirlas? Buscarlas por sí mismas o concentrar en ellas la atención, ¿no sería destruirlas en su misma razón de ‘virtud’, es decir, literalmente ‘desvirtuarlas’?

En cada persona concreta, desde su peculiar manera de ser y, sobre todo, desde el original impulso del Espíritu Santo, que se resume y condensa en su vocación personal, el mismo dogma tiene resonancias distintas y suscita distintas reacciones. Nadie  ni la Iglesia entera en un momento de su historia  puede vivir agotadoramente un dogma cristiano. Porque todo dogma tiene una riqueza ejemplar y vivencial rigurosamente infinita y, por tanto, inagotable. Y cada persona ha de ser fiel al impulso recibido, a la llamada de Dios, al don de la propia vocación.

Edificar la propia casa sobre arena es una gravísima imprudencia y hasta una verdadera temeridad. Por eso, es también una insensatez. La arena carece de estabilidad y de firmeza y no sirve de cimiento, ya que no puede dar lo que ella misma no tiene. Sólo la roca  la roca viva  ofrece seguridad y consistencia. Y en edificar sobre ella consiste la verdadera sabiduría y la prudencia verdadera. La Persona de Jesús  su vida y su palabra  es la única roca inconmovible, capaz de sostener cualquier edificio y de resistir frente a todos los posibles vendavales.
"Todo el que oiga estas palabras mías  advirtió el mismo Jesús  y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina" (Mt 7,24 27).

Todo, fuera de Jesús, es arena movediza e inconsistente, incapaz  por tanto  de servir de verdadero fundamento para la vida. Y, menos aún, para una vida que pretende ser de verdad espiritual y cristiana. Sin embargo, parece que no pocos cristianos, e incluso no pocos religiosos, fundamentan muchas veces su existencia en lo que no es nuclearmente cristiano y espiritual  tomando estas dos palabras en su sentido más riguroso . Porque no la fundamentan en Cristo y en el Espíritu, sino, más bien, en algunas ‘virtudes’ o en determinadas prácticas de piedad, en ejercicios ascéticos o en una serie de devociones, en la adhesión intelectual a unos dogmas o a unas verdades teológicas que no comprometen realmente la vida ni le dan su pleno sentido, en un comportamiento moral basado más en ‘actos’ que en ‘actitudes vitales’.

De este modo, la vida no alcanza nunca suficiente densidad ni consistencia, y la persona camina siempre un poco a la deriva, a merced de cualquier viento, favorable o contrario, o de cualquier circunstancia, propicia o adversa. Falta verdadera reciedumbre, solidez y coherencia. Se vive a impulsos, más o menos bruscos o repentinos, en un perpetuo vaivén, sin asegurar una auténtica trayectoria vital. En estos casos  demasiado frecuentes, aun en la vida religiosa  tiene de hecho más importancia el ‘ambiente’ externo que el mundo interior, lo que hacen los demás que lo que hace uno mismo, e influyen más las opiniones de los otros que las propias opiniones, porque éstas no se han convertido aún en convicciones y en criterios.

Es cierto, por otra parte, que el hombre no es un ser aislado, del todo independiente, que pueda vivir sin relacionarse o prescindiendo del mundo que le rodea. El hombre es, por su misma naturaleza, ‘un ser en situación’. Por eso, la ‘circunstancia’ no sólo le acompaña siempre, por dentro y por fuera, sino que también le constituye de algún modo y le define, como lo advirtió repetidamente Ortega y Gasset2. El hombre es, en este sentido, un ser no sólo histórico, sino ‘biográfico’.

Julián Marías, con su habitual hondura de pensamiento y con su también habitual precisión de lenguaje, escribió ya hace muchos años: "Hay siempre una dimensión de la persona que es la más próxima a nosotros mismos, lo que podríamos llamar el ‘centro de ordenación’ de nuestra vida entera, capaz de organizar y configurar en torno suyo todo lo demás, y así darle puesto y sentido. Es el núcleo o esquema de nuestra vocación, el fondo insobornable, aquello que mejor expresa lo que hemos querido ser, lo que a última hora explica lo que hemos sido y quién hemos sido, nuestras virtudes, nuestros vicios, la fuente más viva de nuestras alegrías, que al reprimirse se convierte a veces en el más hondo manantial de nuestras tristezas. Es aquel lado o aspecto nuestro con quien más radicalmente nos entendemos, con quien nos parece ‘dialogar’ a solas, que es la pauta de esa interpretación de nosotros mismos, gracias a la cual podemos vivir; en suma, nuestro verdadero nombre"3.


  • 1Angel Ganivet, Ideárium español, Colección Austral, nº l39, Espasa Calpe, Madrid, l957, 5ª ed., p. l0.
  • 2Cf J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, en "Obras Completas", Madrid, 1961, 5ª ed., t. I, p. 322; A una edición de sus obras, en "Obras Completas", Madrid, 1964, 6ª ed., t. IV, pp. 347-348; En el centenario de una Universidad, en "Obras Completas", Madrid, 1964, 6ª ed., t. V, p. 467.
  • 3Julián Marías, Gregorio Marañón, en "Los españoles", "Obras Completas", Madrid, 1966, t. VII, p. 159.