Hay una parábola budista que reza algo así: Un día, cuando Buda estaba sentado a la sombra de un árbol, un soldado joven y esbelto pasó a su lado, miró a Buda, percibió su peso y sus carnes, y exclamó: “¡Pareces un cerdo!” Buda levantó con calma la vista hacia el soldado y le dijo: “¡Y tú te pareces a Dios!” Desconcertado por el comentario, el soldado le preguntó a Buda: “¿Por qué dices que me parezco a Dios?” Y Buda replicó: “Bueno, nosotros realmente no vemos lo que está fuera de nosotros; sólo vemos lo que está dentro de nosotros y lo proyectamos hacia fuera. Yo estoy sentado todo el día bajo este árbol y pienso constantemente en Dios, de forma que, cuando miro hacia fuera, eso es lo que veo, veo a Dios. Y tú…, ¡tú debes estar pensando en otras cosas, ¿verdad?!”
Hay un axioma en filosofía que afirma que el modo cómo percibimos y juzgamos está profundamente influenciado y coloreado por nuestra propia interioridad. Por eso, nunca es posible ser plenamente objetivo y por eso también cinco personas pueden presenciar el mismo acontecimiento, ver la misma cosa y tener cinco versiones diferentes de lo que sucedió. Santo Tomás de Aquino, gran filósofo y teólogo, expresó esto en un axioma célebre: “Lo que se recibe se recibe según la forma de su receptor” (para los “iniciados”, en original latín: “Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur”).
Si esto es cierto -que lo es- entonces, como sugiere la parábola budista, la forma cómo percibimos a los otros lo dice todo sobre lo que está ocurriendo en nuestro propio interior. Entre otras cosas, indica si estamos obrando movidos por una conciencia rebosante de bendición o de maldición.
Comencemos con la positiva, una conciencia llena de bendición: Observamos esto en Jesús, en cómo él percibía a las personas y en cómo las juzgaba. La suya era una conciencia llena de bendición. Tal como describen los evangelios en el relato del bautismo de Jesús, los cielos se abrieron y se oyó la voz de Dios Padre que decía: “Éste es mi Hijo querido, mi ‘bendecido’, en el que pongo mis complacencias”. Y parece que, todo el resto de su vida, Jesús estaba siempre de alguna manera consciente de lo que su Padre le decía: “¡Tú eres mi querido, mi “bendecido!” Como consecuencia de ello, Jesús podía mirar hacia afuera, al mundo, y decir: “Bienaventurados y benditos sois vosotros, los pobres, cuando os persiguen, o cuando sufrís de cualquier modo. Siempre sois bienaventurados, sean cuales sean vuestras circunstancias en la vida”. Jesús tenía conciencia de su propio “ser-bendito”, sentía esa conciencia y, por eso, podía obrar movido por una conciencia bendita, una conciencia que podía mirar hacia fuera y ver a los otros y al mundo como bienaventurados.
Lamentablemente, a muchos de nosotros nos ocurre ciertamente lo contrario: Percibimos a los otros y al mundo no a través de una conciencia bienaventurada, sino a través de una conciencia maldita. Nos han maldecido a nosotros antes y por eso, de cualquier modo y de forma sutil, maldecimos a los demás.
¿Qué es una maldición? ¿En qué consiste? Una maldición no es el lenguaje “coloreado” y pintoresco que brota de nuestra boca cuando nos quedamos atascados en el tráfico de la ciudad, o cuando golpeamos con efecto la bola de golf pero de modo equivocado. Lo que decimos en esos casos puede ser de mal gusto y hasta altamente profano, pero no es una maldición. Una maldición es algo más pernicioso.
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Maldecir es lo que hacemos cuando miramos a alguien que no nos cae bien y pensamos o decimos: “¡Ojalá no estuvieras aquí! ¡Odio tu presencia! ¡Márchate, lejos de aquí!” Maldecir es lo que hacemos cuando, molestos por los chillidos allborozados de un niño, decimos: “¡Cállate, demonio! ¡Que me estás irritando!” Maldecir es lo que hacemos cuando miramos a alguien y pensamos o decimos: “¡Qué idiota! ¡Qué imbécil!”
Maldecir es lo que hacemos siempre que miramos a otra persona críticamente y pensamos o decimos: “Pero ¿quién te piensas que eres? ¡Piensas que eres un artista! ¡Piensas que posees tanto talento! ¡No, no lo posees; eres un creidillo, estás pagado de ti mismo!”
Fijémonos que en cada uno de estos ejemplos lo que se piensa o dice es la antítesis de lo que el Padre dijo a Jesús en su bautismo: “Tú eres mi Hijo querido, mi bendecido, mi predilecto!”
Si pudiéramos nosotros volver a ver nuestra vida en video, podríamos observar las veces incalculables, especialmente en nuestra juventud, en que otros sutilmente nos maldecían, cuando oíamos, o al menos intuíamos, palabras parecidas a éstas: “¡Cállate! ¿Quién piensas que eres tú? ¡Fuera, vete de aquí! ¡No te queremos aquí! ¡Sobras, no te necesitamos! ¡Que no eres tan importante! ¡Estúpido! ¡Creidillo! ¡Estás pagado de ti mismo!” Se trataba de momentos en que los otros percibían nuestra energía y entusiasmo como una amenaza para ellos, y por eso, efectivamente, nos rechazaban.
Y, cuando maldecimos, el resultado residual en nosotros es vergüenza, depresión y una conciencia “maldita”. A diferencia de Jesús, no vemos a los otros y al mundo como bendecidos. Al contrario, como el joven soldado mirando al Buda demasiado gordo sentado a la sombra del árbol, nuestros juicios espontáneos son rápidos y mortales: “¡Pareces un cerdo!”.
Lo recibido se recibe según la forma del receptor, conforme al axioma filosófico. Nuestros juicios ásperos y duros sobre los otros revelan mucho más sobre nosotros mismos que lo que revelan sobre ellos. Nuestra actitud negativa hacia otros y hacia el mundo revela principalmente lo magullados y heridos, avergonzados y deprimidos que estamos – y revela también las pocas veces que hemos oído a alguien que nos dijera: “¡Eres estupendo, eres mi preferido, estoy a gusto contigo!”