Jesús -según parece- tenía sentimientos encontrados para con el mundo. Él amaba el mundo, entregó su vida por él y nos desafió a amar el mundo aun habiéndolo criticado duramente y dejando claro que éste era opuesto a Él.
Así pues, ¿cuál debe ser nuestra actitud? ¿Cómo debemos ver el mundo? ¿Debe ser nuestra mirada de juicio o de simpatía? Lloramos por el mundo en simpatía, como Jesús lloró por Jerusalén, o nos esforzamos por mantenernos al margen de un mundo que habitualmente echa las culpas a su Dios y crucifica a su Cristo? ¿Somos demasiado blandos o demasiado duros con nuestro mundo?
Tal vez primero necesitamos preguntar: ¿Qué constituye exactamente el mundo? ¿Es esa parte del mundo que se opone a las iglesias: el secularismo estridente, el ateísmo militante y, en alguna parte del mundo, el éxodo en masa de gente perteneciente a las iglesias? ¿O es esa parte de nuestro mundo que parece indiferente a las iglesias: la cultura pop, la industria del entretenimiento, la industria del deporte, la academia de la corriente principal, los editoriales de la mayoría de nuestros grandes periódicos? O bien, dado el hecho de que eran las gentes de ideas religiosas las que orquestaron la crucifixión, ¿podrían ser las grandes partes de la religión misma el mundo que se opone a Cristo: el fundamentalismo cristiano, el Islam extremista, la mal orientada fe de todo tipo?
La cuestión no es fácil. El mundo que se opone a Cristo -sospecho- está formado por todos estos: el estridente, el indiferente y el mal orientado. Todos están vinculados en nuestro mundo presente y ayudan a constituir una oscuridad que la Palabra está tratando de penetrar. Pero esa oscuridad tiene su propia ambivalencia. Dentro de esa estridencia, aparente indiferencia y religión mal orientada, vemos también toda clase de luces. La oscuridad, en sí misma, no es pura, y esto puede dejarnos en una incertidumbre sobre el modo como deberíamos -idealmente- contemplar nuestro mundo.
La Escritura nos asegura que Dios es el autor de todo lo que es bueno. En consecuencia, todo aquello que en nuestro mundo irradia vida, bondad, salud, generosidad, fe, inteligencia, color e ingenio viene de Dios, al margen de dónde está encajado. De ahí que, cuando miramos a nuestro mundo, no podemos dividirlo superficial y fácilmente de dos partes, una buena y la otra mala. Cuando hacemos eso, acabamos con frecuencia colocando a Dios en oposición a Dios y creando el verdadero objeto del que puede alimentarse el ateísmo. El ateísmo, como tan astutamente afirma Michael Buckley, es siempre un parásito que se alimenta de la mala religión. Ver la presencia de Dios en el mundo o como blanco o como negro es mala religión.
Por tanto, ¿cómo deberíamos ver nuestro mundo, cómo podríamos contemplar la ciudad en la que vivimos? Necesitamos contemplar nuestra ciudad de la misma manera como Jesús contempló su ciudad, Jerusalén, cuando lloró por ella a la vez con simpatía y juicio. ¿Qué veo cuando miro la ciudad en la que vivo actualmente y las diferentes ciudades en las que he vivido? Lo primero de todo, veo que están viviendo allí todos aquellos a los que he amado alguna vez. Ni la ciudad ni el mundo son conceptos abstractos. Hablar de uno u otro es hablar de aquellos a quienes hemos amado, y eso complica saludablemente nuestra simpatía y nuestro juicio. Si creo que el mundo es un lugar malo, ¿qué digo de aquellos a quienes amo? ¿Y qué consecuencia me trae estar aparte? Más aún: se necesita hacer todavía cierto juicio. ¿Es nuestro mundo bueno o malo?
Por una parte, cuando miro a nuestro mundo hoy, veo, en muchos lugares, no pocas cosas buenas: un mundo explotando de energía, color, encanto y con saludable sed de vida y trascendencia. Veo que la mayoría de la gente es de buen corazón, honrada, generosa y deseosa de paz. Veo maravillosa inteligencia e ingenio. Veo un sano orgullo y sano (si acaso, exagerado) énfasis en la salud física y corporal. Muy importante también, veo un mundo que, en la mayoría de los lugares, está creciendo en tolerancia para con el racismo, el sexismo y la religión.
Por otra parte, también veo un mundo que con frecuencia es superficial, preocupado de sí mismo y no entregado mucho al sacrificio. Veo un mundo en el que el rico no tiene suficiente interés por el pobre. Veo un mundo que es altamente irresponsable de su característica sexual. Veo un mundo que se está haciendo adicto a la tecnología de la información sin ninguna reacción crítica. Veo un mundo que es malsanamente propenso a la ideología, a la exageración publicitaria y la moda, que vive demasiado en el momento más bien que en la esperanza, que encuentra difícil crecer, que encuentra difícil aceptar el envejecimiento y la muerte, y que no se ha movido más allá de una grandiosidad adolescente a la hora de apropiar su particular herencia de fe.
Así pues, ¿a qué se parecen nuestras ciudades? ¿Son buenas o son malas? Nuestras ciudades -sospecho- se parecen mucho a la Jerusalén que contempló Jesús: mayormente gente buena y honrada, luchando porque no le dejaremos a Dios que nos ayude.